Llegaba
tarde. Iba montado en el asiento de mi coche mientras la noche se difuminaba
lentamente. Era el trayecto de siempre, el de todos los días. A pesar del
incremento de luminosidad, no era suficiente para una persona con gafas, de
vista cansada, con los ojos rojos y, en cierta manera, estresada. No era
suficiente para distinguir aquello que cobraba forma cuando más cerca estaba.
Después de una curva cerrada, comenzaba un tramo ascendente. Cuando había
recorrido un cuarto de este, pude divisar que había algo en medio de la
carretera. Al principio, parecía un grafiti, bidimensional, era algo totalmente
borroso, casi parecía más producto de la imaginación que otra cosa; un poco más
cerca parecía una gran hoja de colores otoñales, aunque los árboles cercanos
fueran claramente de hoja perenne. A escasos 10 metros, me parecía un indefenso
gatillo sentado, arropándose con la cola, pero no tenía en mente ninguna
intención de parar pues pensé, despreocupadamente, que pasaría por debajo del
coche sin problemas, que él mismo agacharía la cabecita; pensándolo ahora,
seguramente lo más normal que hubiera pasado es que lo hubiera matado. No
obstante, por suerte, no era ningún ser vivo. A escasos 3 metros -demasiado
tarde- pude ver claramente de que se trataba de una roca que se había
desprendido de una colina adjunta a la carretera. Desapareció delante del capó del
vehículo y, por un segundo, sentí que todo mi alrededor se había volatilizado;
sólo quedaba el coche en movimiento y yo, por una carretera asfaltada. Un segundo
después, oí un estruendo horroroso, como si Godzilla hubiera desgarrado todo el
vientre del vehículo. Sentí el impacto como un disparo. Inmediatamente reduje
la marcha por si las ruedas o algo dejaban de obedecer; por suerte, todo
continuo tranquilo, inmutable, como siempre. Pulsé los intermitentes y aparqué
el coche al lado derecho de la carretera para comprobar que todo estuviera en
su sitio: el morro del coche estaba como siempre; los bajos, como siempre. Era
imposible que alguien ajeno hubiera podido adivinar que aquel Opel Astra del 95
se había comido un pedrusco del tamaño de una cabeza. No le di más importancia.
Cuando
llegué a casa al final del día, sentí el impacto de la piedra otra vez. Mi
abuelo se encontraba convaleciente en la cama. Hablaba sin coherencia y, al
parecer, sentía frío en zonas que al tacto parecían estar hirviendo. Era una
persona, además, propensa a tener piedras en el hígado, aunque ya hacía tiempo
que no le detectaban ninguna.
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