Son las cinco de la mañana y, como ya viene siendo casi una
tradición, mis ojos se han abierto como platos en una insondable oscuridad. Lo
primero que hago es sentarme sobre la cama, posar los pies sobre el frío suelo y
escrutar mi sien; me relaja y me recuerda un poco donde estoy; el tacto me pone
en contacto con la realidad. Diría que pongo en orden mis pensamientos pero, la
verdad, no tengo ninguno; me preparo para una tarea automática; normalmente, lo
único que recorre mi cerebro es "otra vez", pero intento no prestarle
importancia. El aire era espeso y asfixiante.
Cuando me incorporo, voy tanteando con las manos los
diferentes obstáculos: siempre me apoyo primero de un armario que me queda a la
derecha; si fallo, me daré con el borde de este en la sien -un buen coscorrón-;
a continuación, normalmente, encuentro el pomo y lo giro; si fallo, mi mano se
resquebrajará contra la madera y lo sentiré como si le hubiera dado un
puñetazo; entro en la cocina y bebo un
vaso de agua pero sin vaso; continuo por el pasillo -por donde entra una tenue
claridad- hasta llegar al baño; allí,
observo mi reflejo y, evidentemente, no es que mis ojos estén como platos, es
que hasta mis pupilas están dilatadas; ahora mismo no pasaría un test de droga
si sólo se fijaran en las apariencias. Para estar desaliñado, me veo bastante
bien con la barbita de tres días y la mueca de asombro; gano más sin camiseta y
con cuatro horas de cama en el cuerpo, confirmado. Después de observar mi
belleza y de que me suba un poco la autoestima -que irá desfalleciendo
progresivamente durante el resto del día-, interactúo con el chorro de agua,
junto mis manos formando una concavidad debajo de ella y arrojo
despreocupadamente el líquido sobre toda mi cara; luego perfilo los lagrimales
de los ojos en busca de legañas okupas. Estoy preparado para continuar.
Si queréis que os sea sincero, creo que ya sé porqué estoy
aquí ahora mismo. Tal vez fuera el estrés de ayer noche durante el curro, el
beber una lata de zumo de limón a palo seco y, luego, comer restos de la cena
de mis padres. Acto seguido me zambullí a la cama. Diez minutos después, volví
a reunirme con mis padres delante del televisor -pues el vecino de abajo tenía
el televisor a todo trapo y no me concentraba en mi sueño-, sometido en el sofá
con un polo grande de nata, chocolate y almendras o nueces... no las distingo
ahora mismo. Me lo terminé, me lavé los dientes y volví a la cama sin
comunicarlo. Me desnudé e intenté dormir. Minutos después, cuando ya casi lo
había conseguido, mi madre tuvo que abrir la puerta, la cual dejó pasar un haz
segador de luz, para comunicar su disgusto con la desconsideración de no
decirle que me iba a dormir. Por favor... seguro que ella tampoco ha podido dormir
esta noche por tal hecho. Imaginaros la situación. Menos mal que me lo
esperaba. Yo, tapando con mi pierna jamona toda la dote que me había regalado
la genética de esta gente... En fin.
Cuando dejaron de molestarme, me acaricie y pellizque un
poco los testículos y, a partir de ese momento, la cinta de los recuerdos fue
robada.
Y aquí estaba, tirado sobre el sofá -otra vez-. Pero, esta
vez, con compañía. Aún había mucha oscuridad y había un silencio eterno. Abrí
completamente el ventanal y me asomé por él. Nada. Tranquilidad. Mis dos compañeros
eran el señor Murakami y un libro sobre Santo Tomás de ¡Aquí-nó, Aquí-nó! (dos
tochos como la copa de un pino).