martes, 17 de octubre de 2017

Morfeo duerme

  Son las cinco de la mañana y, como ya viene siendo casi una tradición, mis ojos se han abierto como platos en una insondable oscuridad. Lo primero que hago es sentarme sobre la cama, posar los pies sobre el frío suelo y escrutar mi sien; me relaja y me recuerda un poco donde estoy; el tacto me pone en contacto con la realidad. Diría que pongo en orden mis pensamientos pero, la verdad, no tengo ninguno; me preparo para una tarea automática; normalmente, lo único que recorre mi cerebro es "otra vez", pero intento no prestarle importancia. El aire era espeso y asfixiante.

  Cuando me incorporo, voy tanteando con las manos los diferentes obstáculos: siempre me apoyo primero de un armario que me queda a la derecha; si fallo, me daré con el borde de este en la sien -un buen coscorrón-; a continuación, normalmente, encuentro el pomo y lo giro; si fallo, mi mano se resquebrajará contra la madera y lo sentiré como si le hubiera dado un puñetazo;  entro en la cocina y bebo un vaso de agua pero sin vaso; continuo por el pasillo -por donde entra una tenue claridad-  hasta llegar al baño; allí, observo mi reflejo y, evidentemente, no es que mis ojos estén como platos, es que hasta mis pupilas están dilatadas; ahora mismo no pasaría un test de droga si sólo se fijaran en las apariencias. Para estar desaliñado, me veo bastante bien con la barbita de tres días y la mueca de asombro; gano más sin camiseta y con cuatro horas de cama en el cuerpo, confirmado. Después de observar mi belleza y de que me suba un poco la autoestima -que irá desfalleciendo progresivamente durante el resto del día-, interactúo con el chorro de agua, junto mis manos formando una concavidad debajo de ella y arrojo despreocupadamente el líquido sobre toda mi cara; luego perfilo los lagrimales de los ojos en busca de legañas okupas. Estoy preparado para continuar.

  Si queréis que os sea sincero, creo que ya sé porqué estoy aquí ahora mismo. Tal vez fuera el estrés de ayer noche durante el curro, el beber una lata de zumo de limón a palo seco y, luego, comer restos de la cena de mis padres. Acto seguido me zambullí a la cama. Diez minutos después, volví a reunirme con mis padres delante del televisor -pues el vecino de abajo tenía el televisor a todo trapo y no me concentraba en mi sueño-, sometido en el sofá con un polo grande de nata, chocolate y almendras o nueces... no las distingo ahora mismo. Me lo terminé, me lavé los dientes y volví a la cama sin comunicarlo. Me desnudé e intenté dormir. Minutos después, cuando ya casi lo había conseguido, mi madre tuvo que abrir la puerta, la cual dejó pasar un haz segador de luz, para comunicar su disgusto con la desconsideración de no decirle que me iba a dormir. Por favor... seguro que ella tampoco ha podido dormir esta noche por tal hecho. Imaginaros la situación. Menos mal que me lo esperaba. Yo, tapando con mi pierna jamona toda la dote que me había regalado la genética de esta gente... En fin.

  Cuando dejaron de molestarme, me acaricie y pellizque un poco los testículos y, a partir de ese momento, la cinta de los recuerdos fue robada.

  Y aquí estaba, tirado sobre el sofá -otra vez-. Pero, esta vez, con compañía. Aún había mucha oscuridad y había un silencio eterno. Abrí completamente el ventanal y me asomé por él. Nada. Tranquilidad. Mis dos compañeros eran el señor Murakami y un libro sobre Santo Tomás de ¡Aquí-nó, Aquí-nó! (dos tochos como la copa de un pino).

sábado, 7 de octubre de 2017

Le vie et la mort d'un enfant

Vida: 1-2-97

   En un baño de un barrio deprimente, una mujer desnuda dentro de las aguas de su bañera se inyecta heroína en vena. Mientras la sustancia conquista su circuito sanguíneo, va dejando atrás la tensión que la constreñía. Sus fauces sueltan lentamente el cordel plastificado que estaba amarrado de su brazo, por el cual brota un hilillo de sangre desde la incisión de la aguja. Sus ojos se quedan en blanco y su cuerpo se desvanece hasta quedar soportado por los bordes de la bañera.

   Han pasado unas 5 horas y por fin sus ojos vuelven a su posición natural. Toda su piel está arrugada y el tacto es desagradable. Aún se siente aturdida y distante a la realidad tal cual la conocemos. Siente una contracción en su abultada barriga. Algo la llama a sentarse sobre el borde, dejando los pies dentro del agua.

   Más tarde, unos llantos, sangre, dolor. Otra cuerda, esta vez, de carne, y con ella, una criatura indefensa amanece en el mundo. Lo sumerge en el agua y lo limpia superficialmente. Sus extremidades diminutas no cesan el movimiento, como si hubieran estado maniatadas una eternidad.

   Después de observar la creación, lo reposa sobre su pecho y comienza a caminar taciturna, empapada y como Dios la trajo al mundo hasta una silla del comedor. Allí se sienta entre sus brazos mientras el agua rodea la silla, como si el rumbo de su vida fuera a cambiar a partir de ese momento, de esa sonrisa real que se le escabulle entre la droga, de esa tranquilidad cálida que le transmite el neonato con el contacto con su piel. Ya más tranquilo, lo deja dormir, porque la vida en este mundo es muy larga y hay que esperar el turno de las cosas; cada hacer tiene su momento.

   El niño vuelve a la carga con sus berridos y la madre, sin contar con ningún conocimiento parental, sabe exactamente que esa criatura celestial necesita comida. Hace el amago de desnudar sus pechos pero su mano no encuentra ningún impedimento salvo su propia piel. Acerca al niño al seno y con la mano gira su cabeza amorosamente hasta que sus labios contactan con la aureola. El querubín empieza a succionar y el líquido lo estremece hasta dejarlo manso sobre su manos.

   Siente una contracción en su estómago, otra en la pierna, después en la lengua. Una lágrima se derrama por su cara. Cierra los ojos amargamente y los labios se le descomponen. Instintivamente, prevé lo peor. De su boca empieza a brollar espuma y sus ojos se muestran blancos otra vez. Todo su cuerpo se agita. En un último soplo de vida, se recuesta en la silla y coge con fuerza la criatura mientras siguen las contracciones para que no estrellarlo sobre el suelo. El niño sigue comiendo. El líquido blanco resbala por el abdomen hasta perderse dentro de los labios vaginales.

   Un llanto ahogado residirá en la casa durante días y luego se apagará.