Se puede escribir en un día; en una tarde se escribió un
crimen. Más de un crimen perturbó la tranquilidad de aquella casa. Federico Moccia,
el autor de A tres metros sobre el cielo,
con llantos rojos sobre el suelo. Federico Moccia, siendo Federico Moccia,
haciendo lo que sabía hacer Federico Moccia.
Era una
tarde baldía, exhausta, sin avaricia, intacta, con un cuerpo sobre una manta. Una manta para el suelo, una alfombra, como es común llamarla. Solo
hubo dos testigos. Algo entró por el candelabro, un bicho del suelo se escondió
para verlo. El criminal, matarife de palabras, cruzó los azulejos, cruzó la
carne, cruzó el suelo, cruzó la puerta, cruzó la cara, la garganta y el cuello.
Hizo crujir, croó como una rana del tentempié tomado con desgana. Después cogió
su sotana bajo la cual escondió todas sus ganas de ser encontrado en las portadas.
Disimuló su
miedo y no pisó nunca más unas canas, ni si quiera las suyas mismas, ni aunque
hubiera tenido muchas ganas, la dicha era vana. Todo a tres metros bajo el
suelo.
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