lunes, 25 de diciembre de 2017

Caos desbordado

               Se abrió una puerta y una mano tanteó el interruptor. La bombilla produjo un zumbido eléctrico mientras la corriente pasaba por el filamento metálico; solo emitió un pequeño fogonazo y volvió a dejar la habitación en una desquiciante penumbra, cuarteada por una ridícula ventana que quedaba a ras del suelo del jardín. A pesar de estar en un estado deplorable, dejaba entrever a través de si unos hierbajos indomesticables que ocultaban, en parte, un espumoso cielo, a excepción de  cuando el viento los mecía.  

               Una silueta empezó a descender sosegadamente por unas escaleras roídas por el tiempo; se resquebrajaban y hundían ligeramente con cada paso. Al mismo tiempo, deslizaba una mano por  la barandilla, áspera y rugosa. La luz era óptima para lo que allí iba a acontecer; transmitía una inquietud decadente, una señal de que la degeneración de la vulgaridad humana era factible en aquel lugar. La cordura brillaba por su ausencia en las paredes. La temperatura era unos grados inferior a la del exterior. Mientras tanto, todo se agitaba aunque permaneciera en estado de reposo.

               El lugar estaba repleto de zonas lóbregas conquistadas por objetos de toda índole, todos ellos olvidados a merced del polvo y la humedad, el tiempo, el exilio. Una tensión silenciosa salpicaba cada recoveco. Como en la mesa de trabajo, situada inmediatamente delante de las escaleras, emplazada en la pared derecha, ya olvidada por manos artesanas, soportaba el peso de diversas herramientas de gran magnitud; en esa misma pared, encima de la mesa, habían, colgados, utensilios de bricolaje como sierras, serruchos, reglas, destornilladores de diverso diámetro de punta ordenados por tamaño, martillos y otros útiles de mayor relevancia técnica para adecentar los detalles.
               Giró la cabeza: había adornos de navidad, guardados en grandes cajas apiladas a ras de pared en la esquina contraria, en el lugar más amargo del corazón. Un gran árbol desplumado, seco y triste quedaba desplomado sobre ellas, como si hubiera muerto de inanición. A pesar de que la familia no comulgaba con ninguna religión, durante aquellos festivos, la casa era ordenada como si perteneciese a una pareja de verdaderos santurrones. Caían en el juego; un juego donde el hogar, una vez al año, cobraba la vida que perdía año tras año, que transmitía a todos sus ocupantes; se contagiaba de un ambiente de júbilo y despreocupación, congregando a todos los componentes de la familia en tiernas comidas de gran interés social que se alargaban hasta la madrugada.
A la izquierda de esto, una cómoda, un tocadiscos sin aguja, un mueble-bar, un expositor de vinos casi vacío. No podía vislumbrarse si las botellas soportaban algún contenido salvo la capa grisácea que las envolvía. Bajo la escalera habían más cosas pero no podían distinguirse sin una iluminación óptima.
También, en la esquina adversa a la de la escalera -la que más pasaba desapercibida-, se encontraban cajas repletas de revistas viejas, retales de periódicos con fechas históricas (el primer hombre a la Luna y cosas por el estilo) con una conservación envidiable. Todo como muy romántico y melancólico.

               Al parecer, en el exterior, una nube siguió su camino y dejó entrever más el sol. Esto propició que destacara la figura central de aquel caos ordenado, intacta, inmóvil. Un haz de luz  incidió sobre ella, resaltando sus rasgos más portentosos -que eran pocos-: su palpable vejez y su sencillez. Quedaba envuelta por un aura de calidez celestial, una fragilidad angelical. Esto provocó una sonrisa abyecta de labios prietos en el rostro del hombre; salivó un poco por la comisura de los labios. Una epifanía sombría pareció chocar en las paredes internas del hombre mientras parecía contenerlas en las manos, que empezaron a temblar excitadas.

               Sin que sucediera nada más ni dentro ni fuera, giró todo su cuerpo automáticamente y cogió la maza que había dispuesta sobre la mesa de trabajo. La sopesó con las manos y la deslizó hasta obtener la posición de agarre idónea para asestar uno o varios golpes mortales.  Sus pies le llevaron hasta el centro de la habitación. Cargó el arma por encima de su hombro, acompañando el acto con una mirada despiadada, abyecta y fulminante, totalmente ida, desprovista de cualquier atisbo de humanidad. No cabía esperanza. Un silencio asfixiante y perturbador invadía las cuatro paredes. Una súplica silenciosa callaba en los entresijos de su objetivo.
Descargó repetidamente sobre el cuerpo inerte feroces acometidas con todas sus fuerzas, con decidida obstinación, hasta que el sudor se hizo presente en todo su cuerpo y, tanto fue así que tuvo que soltar el mango de la maza porque se le escurría. El suelo amortiguó el sonido seco del denso metal. Ya estaba hecho.

               Ni una sola palabra salió de aquel inmóvil cuerpo desdichado. Habían sofocado su voz y habían segado su vida útil. Ahora reinaba el caos, un caos desbordante, envolvente, constrictor; el desorden de sus adentros decoraba todo el pavimento. El caos se había desbordado. El contenido inundaba el suelo. Años de rabia acumulada sucumbieron delante de sus ojos. En sus pies había un trozo; y allí, y allá... Los cimientos de la presa ceden cuando todo el peso que retiene es insoportable.

**

               Los alaridos, las maldiciones, las promesas cumplidas, siempre son escuchadas por alguien, generalmente por Dios o su antagónico. En este caso, todo aquel disparate de berridos resonó en los tímpanos de la paseadora de perros del vecindario. Lo escuchó; paró brevemente, solo un momento: la verja era demasiado alta; no podía divisarse nada; <<El sonido no venía del jardín, pasaba por el jardín>>, se decía a sí misma. Solo escuchó... y siguió su rutina sin perturbarla lo más mínimo. No es que entendiera en exceso el idioma pero, aquello claramente no era asunto suyo. Un paso después, todo continuaba. <<En todos los países ser loco es un requisito democrático.>> No le dio más importancia a un loco más. Uno de los perros meó en la verja calmado; los otros, ponían sus orejas en punta cual antenas parabólicas, poniendo la máxima atención hasta que el sonido fue desvaneciéndose con cada nueva pezuña impresa en el asfalto.

***

- ¿Dónde está el abuelo -una voz emergió por la puerta semiabierta del sótano, acompañada de pasos ascendentes-? Aquí abajo no está -apareció la figura de una mujer por el umbral de la puerta-. ¿Y la abuela?¿Tú la has visto?

- Acabo de entrar; vengo de dejar a Petunia en ballet -suspiró fatigada, dejando las llaves encima de la mesa-. A la abuela la dejé durmiendo arriba, en mi cama, antes de irme. Del abuelo no hay rastro; ni de su furgoneta. Espero que arregle de una vez esa maldita lavadora. Se pasa todas las mañanas encerrado en el sótano. No entiendo que hace tanto tiempo ahí. La lavadora está siempre encendida. Ayer le dijo a Petunia que la arreglaría definitivamente. Es un cacharro estrepitoso que data de su boda y todo lo que pones dentro lo destruye. Conseguí venderle algunas camisetas roídas de óxido al novio hippie de la paseadora de perros del vecindario -añadió con un risa inocente mientras tentaba con la mano el brazo del sofá en el que quería sentarse-. Viven en una furgoneta sesentera de esas.

- Cuando lo llamaba por teléfono solía contarme que tenía insomnio porque la abuela le hablaba de noche en sueños, que no se callaba -dijo, con una cara descompuesta.

- Desde que te fuiste, la abuela, al poco tiempo, dejó de hablar. Siempre está débil. Nunca los veo juntos. Duermen en habitaciones separadas. El abuelo suele dar paseos nocturnos por la casa e incluso se pasa toda la noche fuera. Se ha vuelto muy serio y distante; me rehúye tanto como a la abuela. Petunia le tiene miedo. Le provoca pesadillas escuchar los pasos por toda la casa. Además, por si fuera poco, solo le habla a ella. La lavadora se calla cuando Petunia entra en casa. Es exagerado. Parece que esté obsesionado con ella. Petunia se ha vuelto silenciosa como un gato.

****

- ¡Tú! ¡TÚ! Creías que nunca llegaría este día, ¿verdad? ¿Creías que pasaría el resto de tu insignificante vida soportando tu ruinosa presencia y tus repugnantes sonidos? Escupiría sobre lo que queda de ti pero no mereces ni eso. Tú me llevaste a esta situación. No pude dormir ni un día. NI UN DÍA. ¿Y todo gracias a quién? Exacto. Tenía que dormir a veces en mi caravana. Los vecinos se pensaban que estaba loco y los del trabajo que ni siquiera tenía casa.
¡TODAS LAS SANTÍSIMAS NOCHES DEL SEÑOR RETUMBANDO EN MI CABEZA PENSAMIENTOS SOBRE TI Y LO QUE TE HARÍA UNO DE ESTOS DÍAS! Tenlo por seguro; no lo dudes. He estado planeando esto desde el primer día que te traje a esta casa. Y, ahora, ya está hecho. Ya estoy... tranquilo, satisfecho... Siento paz. Sé que a partir de ahora todo irá cuesta arriba. Por fin podré de dejar de culpar a mi mujer.