lunes, 28 de mayo de 2018

Al final sí que me asustó


   Estábamos a pocos metros pero ni si quiera lográbamos escuchar nuestras voces. Su puerta estaba cerrada. Ella oía pasos dentro de su cuarto y pensaba que era yo. Los pasos se acercaban. Rápidamente, pulso el interruptor y se hizo la luz. No había nadie más. Tan solo su reflejo en el espejo de delante de la cama.

    Ella había cerrado mi puerta. No podía dormir, tenía frío, estaba incómodo, me sentía solo. Observe su puerta desde el umbral de la mía. Cerrada. Pensaba que estaría en un sueño profundo. Me costó levantarme pues temía que los chirridos provenientes de los muelles de mi cama ahogaran la noche.

   Bajé las escaleras escrupulosamente, rodé la llave y salí de la casa. Salí a despejarme, pasear, tirar escupitajos al huerto vecino, mear en el rocío nocturno golpeando con el chorro la verja metálica oxidada, reflejarme en las estrellas. Sentía como que era uno de esos días que solía subir solo a este lugar.

   Mientras yo pensaba en saltar la valla para fundirme con la noche corriendo cual bestia nocturna, mi amiga no se atrevía ni si quiera a salir de la habitación. Tenía más frío que yo, estaba asustada por las murmuraciones de esa casa vieja, temía no encontrarme en mi sitio, temía que incluso la hubiera dejado tirada allí mismo, que me hubiera evaporado con el coche. Desde su puerta cerrada me habría estado llamando varias veces por mi nombre, pero nadie la llegó a escuchar ninguna vez. Yo continuaba afuera perdido en la oscuridad escuchando los sonidos de los animales que sí se habían atrevido a asaltar la noche. 
Después, volví a entrar. Antes de ello, me detuve dubitativo ante la puerta. Recorrí el patio. ¿En esa casa había alguien realmente? Miré de reojo por la ventana de la cocina y no me encontré con sus ojos. Entré y volví a cerrar con llave. Estaba frustrado, enfadado y triste.

   Yo solo quería dormir pero no podía. La casa se sentía vacía. Tan enorme, tan térmicamente extrema. La ascuas del fuego ya habían desaparecido bajo una sabana de ceniza. Recordaba el fulgor del fuego, como había devorado unos pares de troncos medianos. Ardían rápido, dando luz a ese gran salón rectangular; se reflejaba en el televisor un toque anaranjado mientras veíamos La ventana indiscreta. A los diez minutos, ella se estaba dormitando y amuermando, aunque solo fueran como las siete de la tarde.
Dejé todo aquella ensoñación allá, levante mi culo del sofá y volví a subir las escaleras tanteando el deseado sueño reparador. Realmente era como si no hubiese nadie más; el silencio era intenso. Esgrimí uno de mis zapatos y lo arrojé a su puerta. Nada. Solo me oía a mí mismo riéndome, como el niño que acaba de ejecutar una travesura, excitado al pensar en cómo se vengaría en medio de la noche cuando mis párpados cayeran pesadamente. No obtuve respuesta. Tampoco. Nada. Me dormí al fin.

  La oí mear en algún momento. Rápida y eficiente. Lo raro es que no oía sus pasos, solo el movimiento embarazoso de las puertas.

   Por la mañana, como ya le había vaticinado, el sol me despertaría antes que su alarma. No obstante, a pesar de desperezarme varias veces, volví a esconderme bajo la manta polvorienta. Y parece que me volví a recaer pues quería darle el placer de despertarme, ya que había tenido la gentileza de establecer la alarma mientras la despedía cortantemente, sin ella parar de enunciar horas ansiosamente, de cuál sería la mejor, <<8:00? 8:30? 9:00?...>>.

   Su dulce voz me despertó y lo primero que vi fue ese pelo rojo/rosado acompañado por unas gafas de cristales grandes que le conferían un toque cómico a su rostro juvenil. Y empezó a relatar, desde su punto de vista, los sufrimientos acontecidos de nuestra noche de mierda.

   Yo y mi amiga parece que estemos atrapados en dimensiones diferentes... Ayer fue todo muy raro. Al final sí que me asustó.