1.
- ¡Eh, jovencito! ¿A dónde te crees que vas así? -protesta Myrna.
Inquieta, coge a su hijo de los hombros y lo vuelve hacia ella para reprenderlo
más, pero, una vez ve su rostro huidizo y malhumorado por la tosquedad de sus
gestos, opta por un tono más sereno; su intento por acuclillarse a la altura de
los ojos de Tobías provoca que sus desbordantes muslos prueben la resistencia
de los vaqueros, consiguiendo que un pequeño desgarro en las costuras se haga
eco en el largo pasillo-. Ponte la chaqueta inmediatamente. Aunque no sientas
el frío aún, podrías resfriarte en un rato -le retuerce los brazos inertes y
los embute en las mangas-. Tienes que... anticiparte.
El niño arquea las cejas y gesticula los labios como si
fuera a balbucear.
- Adelantarte al futuro... ser previsor -aclara.
Absorbidas estas palabras, el niño corre hacia el patio para
reunirse con sus amigos, parándose a
mitad carrera a mirar a su madre que con un gesto cariñoso y alentador le
invita a continuar. El niño desaparece en la luz deslumbrante que entra por la
puerta. Anticipación...
2.
El guiño
resplandeciente de primera hora de la mañana no ha conseguido despertar el
profundo sueño de Myrna, ni el majestuoso y abismal trasero de Myrna -catalogado
como valle y gruta por ella misma. <<Busco
escaladores experimentados y espeleólogas flexibles>> eran una de sus
frases fetiche para las webs de citas-, ni los grandes mofletes de Myrna, con
forma de pollos asados derretidos, ni las grandes jamones de Myrna, que darían
de comer a algún país africano durante años, ni los rollizos brazos de Myrna, propios
de un culturista con una sobredosis de los anabolizantes más cutres del mercado
negro.
La inocente
fiesta de barrio transcurrió para ella como cualquier otra fiesta. Siguió su
rito: primero, atiborrarse de hamburguesas y alitas de pollo hasta notarse
embarazada otra vez -la maternidad, ese ominoso vicio femenino-, y, luego,
intentó corroer todo el contenido a base de latas de cerveza, y expulsarlo
durante las constantes visitas al trono de las
damas, que deja de oler a pétalos de rosa y a polvo de hadas cuando Myrna desenvuelve
su magia negra.
Aún sigue
babeando sobre el cojín caudalosamente. En sueños, reflexiona: Puede que ya sean las diez... Debería
levantarme. Esto es muy raro pero huele bien. ¿Esta casa de pizza se podrá
asegurar? ¡Me van a robar las paredes a mordiscos!
Su hijo, en cambio, se encuentra a escasos palmos de ella,
sosteniendo algo. ¿Qué es esto, mamá?, se pregunta el niño en voz alta. Un
difuso eco exterior llega al sistema nervioso de Myrna. Las legañas matutinas
de Myrna son desgarradas con súbita violencia; sus ojos tintados en sangre,
ahora, horrorizados, buscan cobijo en el cabecero de la cama. El invertebrado
que pende de dos dedos de su hijo boca abajo no para de agitarse pasmosamente.
- Uy, se ha quedado coja -dice el niño sosteniendo ahora
solamente una pata. La cucaracha ha caído al suelo y ha buscado refugió en la
oscuridad de la cama. La madre propina un grito de auténtico terror.
3.
- Las moras son esenciales, mamá. Parece que aún no lo sepas
después de prepararlos durante... cuántos años tenías la última vez... Creo que
unos quince... -extendiendo las manos en el aire y, continua, como si todo el
azúcar del mundo pasara por sus papilas gustativas en ese mismo momento; la
simple imagen mental del manjar desborda sus emociones -. ¡Quince años seguidos
preparándolo! Por eso está tan... tan...
- Delicioso -completa Myrna agradecida-. Gracias por el
halago. Todo se lo debemos a la receta de la señora Englund. Dale las gracias
cuando la veas. Y ya sabes donde están las moras. Yo mientras elegiré un
pescado para esta noche.
- Hoy no sé si es buena idea. ¿Y si me secuestran?
- Tú diles que tenemos la casa embargada y que solo votamos
como candidato al comunista de Bernie Sanders.
Unos instantes después, Tobías ya había desaparecido entre
la aglomeración. Myrna sopesó la idea de perder a su hijo mientras el frío de
una lubina troceada le martilleaba los dedos. Los hipermercados -o, como ella
los llamaba, "aeropuertos de calorías"- eran los lugares más
transitados que ella conocía. Podía culparlos de su sobrepeso, cómo ya
reflejaba la salud mental de los reponedores que recibían quejas absurdas e
insidiosos susurros por parte de Myrna mientras hacían su trabajo, pero no de que
en un descuido maternal enviaran a su
hijo a México en un maletero. Los quejicas
de gafitas viejas arregladas con cinta aislante solo eran responsables de
objetos de consumo que no eran ni de ellos, no de objetos que les consumen... o sujetos... ¿Cómo iban a entender a una Madre? Indignante. Qué ultraje para la infrarrepresentación que sentía
Myrna en aquellos jóvenes precarios recién salidos de sus carreras y arrojados
a un mercado laboral que ahora les tomaba el pelo. No se preocupan por el cliente. Qué falta de empatía y de todo. Esto
no podía quedar así. Se prometió que la próxima vez también se quejaría de
ello.
Asintió con la cabeza dándose por satisfecha. Una vez volvió
a poner los pies sobre la tierra, revisó en los frigoríficos los precios del panga
y del salmón, sopesándolos en la mano como si de una experta perita se tratara
-en empeño, por lo menos- pero sin buscar realmente nada sustancialmente físico,
sino, simplemente esperando que su constante concentración abriera las puertas
de una intuición reveladora. Por su cabeza aún nadaba el recuerdo de un
documental sobre el panga, un pescado criado en ríos vietnamitas infestados de
basura y otras porqueri... Panga. ¡PANGA!
Sin duda. Su método infalible volvía a dar resultados... aunque fueran siempre
el mismo: elegir de manera ortodoxa e inconsciente el más barato.
El panga fileteado se precipitó de las manos de Myrna y
golpeó el interior del carrito de la compra, quedando brevemente en el ambiente
un tintineo áspero. No había sido algo premeditado. Myrna había sentido una
presencia hostil a sus espaldas. Algo estaba demasiado cerca de sus pantorrillas.
De pronto, sintió un golpe en su muslo derecho y su cadera fue rodeada. Un escalofrío se
columpió en su espina dorsal.
Ladeó la cabeza mortificada hacia la izquierda, lentamente.
Ahí estaba. Por suerte -o por desgracia-, ahí estaba una cara conocida, la
famosa cara de somos desconocidas pero
grandes amigas, una cara que contenía una mueca que se hacía pasar por sonrisa,
tan efusivamente degenerada y artificial como el rigor mortis de un ortodoncista.
Más que cordialidad o alegría, transmitía los pensamientos homicidas de un
muñeco ventrílocuo, agazapado en las más profundas sombras de su desván.
La afilada mirada de Samantha Englund adquirió un toque avinagrado
después de que Myrna contuviera en su rostro un desbarajuste de emociones y
dilatara durante segundos eternos una reacción clara y audible. Por momentos
pensó que se trataba de una ilusión borrosa. No la recordaba de esa manera
exactamente. Intentó serenarse. No es lo mismo una fiesta que...
- ¡Pero a quién tenemos aquí! -espetó la voz compungida de
Myrna, aún taquicárdica.
- Una vieja
conocida, ¿no? Me he enterado de algo... ¿Harás alguna fiestecita? -le guiña el
ojo mientras destila una sonrisa empalagosa. Enmarcaba una mirada escrita en un código solo reconocible para la
gente que había sobrepasado la barrera de los cuarenta años; la mirada
de Vas a beber. Yo también. Vamos a
beber. Espero no acordarme de nada después. La vida es muy dura y lo es más que
la polla de nuestros maridos. La vida... era esto... Esto. Lo que estamos
descubriendo poco a poco. Se nos acaban los días, se nos caen las tetas y las
ilusiones. Estamos atrapadas en una niebla de desazón incontrolable. Todo se
vuelve silenciosamente insoportable...
Antes de que pudiera contestar ese intento coercitivo
emocional de quid pro quo, aquello
que había cercado sus pantorrillas se convirtió en Sheryl Englund y tomó la
palabra. Sheryl, decorada con un lazo rosa en una de las trenzas con las que
jugueteaba, espetó:
- ¿Habrá regalos para mí?
Mientras
las dos matriarcas seguían discutiendo los temas de intrascendente actualidad,
de repente, los malos augurios de Myrna se cumplieron. Los ojos de Tobías
vieron nacer la noche, arrebatándosele todo cuanto tenía delante. Ahora solo
una oscuridad húmeda y calorífica recorría su zona ocular. Improvisadamente,
había abandonado su misión para albergar otra de mayor urgencia, fisiológica.
Mientras se estaba lavando las manos, vio de reojo que una de las puertas se
abrían a su espalda. ¿Algo, alguien... con capucha? Tobías no reaccionó y
esperó a que pasaran cosas, a que le hicieran cosas.
Vamos afuera; tengo
algo que mostrarte dentro de mi furgoneta de los helados, dice la voz
juguetona en la oscuridad. La reconoce. Una sonrisa eclosiona en su rostro y,
sin mediar palabra, se deja llevar a tientas. Las puertas automáticas abren
paso al extraño tándem sin ruedas que se aleja de los pitidos de las cajas
registradoras. La sensación refrigerante que los envolvía pierde todo su efecto
cuando el bochorno del exterior los golpea sin compasión.
Cuando las manos se apartaron, la luz se desbordó en sus
ojos. Tuvo que parpadear varias veces hasta que pudo distinguir la parte
trasera de la ranchera de su padre. Cerca del borde había una caja de cartón
con tres agujeros; despedían unos jadeos intermitentes. Cuando Tobías acercó
las manos a la tapa, se hizo un silencio expectante en el interior. Una gota de
sudor resbalaba por su mejilla. Las manos quedaron suspendidas en el aire,
petrificadas. Nervioso e inseguro, -pues Tobías era de naturaleza escéptica-, giró
la cabeza lo suficiente para poder distinguir a sus exigentes espectadores:
allí estaba su padre y Dave Englund, su secuestrador. El sabor salino embargó
su boca y una mueca de desagrado condujo su rostro.
Sparkie -la catorceava mascota de Tobías y, el catorceavo
nombre preasignado en una lista que Tobías tenía guardada mentalmente y que llegaba
hasta el número cincuenta. La última mascota desapareció misteriosamente (como
la aplastante mayoría)-, después de compartir unos cuántos lametones y abrazos,
estresado, gruño un poco y forcejeo para que lo liberaran del caluroso e
infatigable afecto humano.
Por un momento, todos pensaron que el perro moriría. Había
conseguido librarse del regazo de Tobías y, acto seguido, corría felizmente
hacia la carretera, justamente en la trayectoria de un monstruo de cuatro
ruedas recubierto de óxido y conducido por un maniaco a gran velocidad.
- ¡SPARKIE! ¡Noooo... !
Pero Sparkie aún solo tenía edad para su lado salvaje y no
escuchaba. Continuaba deslizándose por detrás de los coches. El conductor
escuchó el grito desesperado y al mismo tiempo atisbó la silueta de un cachorro
saltando hacia la rueda delantera. Los neumáticos rechinaron por la frenada en
todo el aparcamiento.
4.
El niño
desenrosca las sabanas de la cama matrimonial pero no encuentra el cuerpo de su
madre, sino un abultado cojín. La persiana está prácticamente cerrada, dejando
la habitación en penumbra. Se oye el sonido de un interruptor y la luz
artificial del baño contiguo desaparece, apareciendo tras ella Myrna, con la
cabeza gacha, con el rostro sereno y reluciente, recién enjuagado, envuelta en
su pijama blanco, decorado con motivos infantiles: unicornios, arcoíris y
cupcakes. Con un sobresalto lánguido, atisba la figura de su hijo Tobías, como
si fuera el centro de toda la sala, una decoración atrevida de tamaño real y de
expresión preocupada. Entre los brazos, recostado, lleva un perrito
profundamente dormido. No está segura, pero responde a la primera impresión:
- Eso es la muerte, hijo -mientras acaricia la sien del
cachorro, exigua de vida; fría. Con la mandíbula apresa su lengüita. El rostro
sofocado, desvanecido. No aparta la mirada de él.
Myrna le había cogido cariño y creía que era algo demasiado
bello como para derramar tristeza en sus restos. Tobías, languidecido, contiene
un nerviosismo que no le deja articular palabra; el nudo en la garganta aprieta
fuerte. Un brillo húmedo recorre sus pupilas aguardando reproche:
- Ayer... estaba... muy cansado, cuando...
dejamos-de-jugar-con-él.
Myrna lo mece maternalmente, aunque en vano, como a las
madres que, para su desagrado, solo consiguen parir cadáveres. Tobías, más
recompuesto, se pasa la manga por los ojos y prosigue:
- Le metí en su caseta. Pensaba que estaba MUY MUY cansado.
- Bajemos al jardín -dice su madre, suavemente.
***
La
figura de Myrna está hincando la rodilla sobre el césped. Coge unas flores y
las deposita sobre tierra removida.
- ¿Para qué son las flores?
- Para despedir la vida con un regalo.
5.
- ¿Recuerdas lo que hablamos el otro día en la fiesta? El
frío, tu chaqueta...
- ¡La anticipación! -gritó con fervor, levantando los
brazos, tirando todo el castillo de cubos coloridos que había estado formando
durante largo rato en la moqueta de la sala de estar.
- ¡Waya, gómo de ráffpido crece! - dice su padre entre
dientes mientras aparece por la puerta masticando un sandwich de pavo. Prefiere
comidas secas y sin condimentos jugosos, condición que recuerda a su
personalidad.
<<Pues bien, ¿sabes cuando tienes sed?>> <<Cuando se me seca la
boca.>> <<Bien, pues ahí
también debes anticiparte.>> <<¿Antes de qué yo lo sepa?>>
<< Sí. Cuando está seca o tienes sed, significa que ya estás deshidratado y, por tanto, ya llegas
tarde. Eso significa que falta agua en tu organismo, es decir, que necesitas hidratarte. Pregúntale mejor a tu padre
que para algo lo estudió...>>
El padre hace señas desde umbral de la puerta, cortándose el
cuello con el dedo y diciendo que no repetidamente con los labios mudos, de los
que se escapa una cascada de migas hacia la moqueta. No tiene tiempo para estas
tonterías; tengo mucho que hacer, piensa, y se aleja de la escena como un
fantasma, como si su presencia no hubiera sido sentida.
6.
En la tumba solo quedaba un raquítico recuerdo mustio. Myrna,
poseída por la lluvia de abejas y polen que había envuelto el cristal frontal
cuando pasaba cerca del invernadero , no pudo dejar de pensar en ello. Rodeando
la sepultura, erigieron un abrazo de flores azules...
- ... eternas y pacíficas.
Tobías se había quedado mirando absorto como las mecía el
viento, que las hacía virar hacia un lado y hacia otro; la realidad se fundía
en su cerebro; en él, también existía un vaivén similar. Eternas,
eternas... Mientras tanto, el
silencioso azul también miraba dentro de él. Pacíficas, pacíficas, pacíficas...
7.
FINAL I
Myrna se apoya en la pared
suavemente como si se tratase de una cama vertical. En su cabeza, un tsunami
hace que se balancee de lado a lado. Su rostro taciturno, resacoso, desolado y
adormecido, se intensifica. Myrna tira los dados: la moqueta ahora es una
cuerda floja por la que camina una equilibrista con zapatos gigantes de payaso
mientras guiña alternativamente a la luz cegadora que entra por la ventana. La
cuerda termina en medio de la estancia, a los pies de un sillón tapizado.
Consigue su objetivo, desparramándose sobre él, aunque pagando la caída con el
rostro y con un dolor vergonzoso. Con los músculos quebradizos del cuello y la
fuerza menguante de sus manos, consigue encontrar una razonable comodidad a
pesar del desgaste de la gomaespuma de relleno. A continuación, en la calma,
advierte algo grave: no consigue alzar sus párpados; se siente cada vez más
lejana de si misma, se desvanece en pensamientos de niebla. Por un momento cree
percibir un dulce aroma floral, también un sonido leve, pero ya lejano. El olor
no desaparece de su regazo. Ella sí, suavemente.
FINAL II
- Oh, gracias, ¡qué bonitas! Son las que plantamos los dos,
¿verdad?
El niño se inclinó sobre la mejilla de su madre, en la que
dejó la baba de sus labios marcada subrepticiamente, y arrastró saboreando un fe-li-ci-da-des
con el aire caliente de su aliento acechando el lóbulo de ella, como si fuera
el último.
Continuará...