sábado, 18 de julio de 2020

Anticipación o Para despedir la vida con un regalo


1.

- ¡Eh, jovencito! ¿A dónde te crees que vas así? -protesta Myrna. Inquieta, coge a su hijo de los hombros y lo vuelve hacia ella para reprenderlo más, pero, una vez ve su rostro huidizo y malhumorado por la tosquedad de sus gestos, opta por un tono más sereno; su intento por acuclillarse a la altura de los ojos de Tobías provoca que sus desbordantes muslos prueben la resistencia de los vaqueros, consiguiendo que un pequeño desgarro en las costuras se haga eco en el largo pasillo-. Ponte la chaqueta inmediatamente. Aunque no sientas el frío aún, podrías resfriarte en un rato -le retuerce los brazos inertes y los embute en las mangas-. Tienes que... anticiparte.
El niño arquea las cejas y gesticula los labios como si fuera a balbucear.
- Adelantarte al futuro... ser previsor -aclara.
Absorbidas estas palabras, el niño corre hacia el patio para reunirse  con sus amigos, parándose a mitad carrera a mirar a su madre que con un gesto cariñoso y alentador le invita a continuar. El niño desaparece en la luz deslumbrante que entra por la puerta. Anticipación...


2.

               El guiño resplandeciente de primera hora de la mañana no ha conseguido despertar el profundo sueño de Myrna, ni el majestuoso y abismal trasero de Myrna -catalogado como valle y gruta por ella misma. <<Busco escaladores experimentados y espeleólogas flexibles>> eran una de sus frases fetiche para las webs de citas-, ni los grandes mofletes de Myrna, con forma de pollos asados derretidos, ni las grandes jamones de Myrna, que darían de comer a algún país africano durante años, ni los rollizos brazos de Myrna, propios de un culturista con una sobredosis de los anabolizantes más cutres del mercado negro.
               La inocente fiesta de barrio transcurrió para ella como cualquier otra fiesta. Siguió su rito: primero, atiborrarse de hamburguesas y alitas de pollo hasta notarse embarazada otra vez -la maternidad, ese ominoso vicio femenino-, y, luego, intentó corroer todo el contenido a base de latas de cerveza, y expulsarlo durante las constantes visitas al trono de las damas, que deja de oler a pétalos de rosa y a polvo de hadas cuando Myrna desenvuelve su magia negra.
               Aún sigue babeando sobre el cojín caudalosamente. En sueños, reflexiona: Puede que ya sean las diez... Debería levantarme. Esto es muy raro pero huele bien. ¿Esta casa de pizza se podrá asegurar? ¡Me van a robar las paredes a mordiscos!
Su hijo, en cambio, se encuentra a escasos palmos de ella, sosteniendo algo. ¿Qué es esto, mamá?, se pregunta el niño en voz alta. Un difuso eco exterior llega al sistema nervioso de Myrna. Las legañas matutinas de Myrna son desgarradas con súbita violencia; sus ojos tintados en sangre, ahora, horrorizados, buscan cobijo en el cabecero de la cama. El invertebrado que pende de dos dedos de su hijo boca abajo no para de agitarse pasmosamente.
- Uy, se ha quedado coja -dice el niño sosteniendo ahora solamente una pata. La cucaracha ha caído al suelo y ha buscado refugió en la oscuridad de la cama. La madre propina un grito de auténtico terror.


3.

- Las moras son esenciales, mamá. Parece que aún no lo sepas después de prepararlos durante... cuántos años tenías la última vez... Creo que unos quince... -extendiendo las manos en el aire y, continua, como si todo el azúcar del mundo pasara por sus papilas gustativas en ese mismo momento; la simple imagen mental del manjar desborda sus emociones -. ¡Quince años seguidos preparándolo! Por eso está tan... tan...
- Delicioso -completa Myrna agradecida-. Gracias por el halago. Todo se lo debemos a la receta de la señora Englund. Dale las gracias cuando la veas. Y ya sabes donde están las moras. Yo mientras elegiré un pescado para esta noche.
- Hoy no sé si es buena idea. ¿Y si me secuestran?
- Tú diles que tenemos la casa embargada y que solo votamos como candidato al comunista de Bernie Sanders.
Unos instantes después, Tobías ya había desaparecido entre la aglomeración. Myrna sopesó la idea de perder a su hijo mientras el frío de una lubina troceada le martilleaba los dedos. Los hipermercados -o, como ella los llamaba, "aeropuertos de calorías"- eran los lugares más transitados que ella conocía. Podía culparlos de su sobrepeso, cómo ya reflejaba la salud mental de los reponedores que recibían quejas absurdas e insidiosos susurros por parte de Myrna mientras hacían su trabajo, pero no de que en un descuido maternal enviaran a su hijo a México en un maletero. Los quejicas de gafitas viejas arregladas con cinta aislante solo eran responsables de objetos de consumo que no eran ni de ellos, no de objetos que les consumen... o sujetos... ¿Cómo iban a entender a una Madre? Indignante. Qué ultraje para la infrarrepresentación que sentía Myrna en aquellos jóvenes precarios recién salidos de sus carreras y arrojados a un mercado laboral que ahora les tomaba el pelo. No se preocupan por el cliente. Qué falta de empatía y de todo. Esto no podía quedar así. Se prometió que la próxima vez también se quejaría de ello.
Asintió con la cabeza dándose por satisfecha. Una vez volvió a poner los pies sobre la tierra, revisó en los frigoríficos los precios del panga y del salmón, sopesándolos en la mano como si de una experta perita se tratara -en empeño, por lo menos- pero sin buscar realmente nada sustancialmente físico, sino, simplemente esperando que su constante concentración abriera las puertas de una intuición reveladora. Por su cabeza aún nadaba el recuerdo de un documental sobre el panga, un pescado criado en ríos vietnamitas infestados de basura y otras porqueri... Panga. ¡PANGA! Sin duda. Su método infalible volvía a dar resultados... aunque fueran siempre el mismo: elegir de manera ortodoxa e inconsciente el más barato.
El panga fileteado se precipitó de las manos de Myrna y golpeó el interior del carrito de la compra, quedando brevemente en el ambiente un tintineo áspero. No había sido algo premeditado. Myrna había sentido una presencia hostil a sus espaldas. Algo estaba demasiado cerca de sus pantorrillas. De pronto, sintió un golpe en su muslo derecho y  su cadera fue rodeada. Un escalofrío se columpió en su espina dorsal.
Ladeó la cabeza mortificada hacia la izquierda, lentamente. Ahí estaba. Por suerte -o por desgracia-, ahí estaba una cara conocida, la famosa cara de somos desconocidas pero grandes amigas, una cara que contenía una mueca que se hacía pasar por sonrisa, tan efusivamente degenerada y artificial como el rigor mortis de un ortodoncista. Más que cordialidad o alegría, transmitía los pensamientos homicidas de un muñeco ventrílocuo, agazapado en las más profundas sombras de su desván.
La afilada mirada de Samantha Englund adquirió un toque avinagrado después de que Myrna contuviera en su rostro un desbarajuste de emociones y dilatara durante segundos eternos una reacción clara y audible. Por momentos pensó que se trataba de una ilusión borrosa. No la recordaba de esa manera exactamente. Intentó serenarse. No es lo mismo una fiesta que...
- ¡Pero a quién tenemos aquí! -espetó la voz compungida de Myrna, aún taquicárdica.
- Una vieja conocida, ¿no? Me he enterado de algo... ¿Harás alguna fiestecita? -le guiña el ojo mientras destila una sonrisa empalagosa. Enmarcaba una mirada escrita en un código solo reconocible para la gente que había sobrepasado la barrera de los cuarenta años; la mirada de Vas a beber. Yo también. Vamos a beber. Espero no acordarme de nada después. La vida es muy dura y lo es más que la polla de nuestros maridos. La vida... era esto... Esto. Lo que estamos descubriendo poco a poco. Se nos acaban los días, se nos caen las tetas y las ilusiones. Estamos atrapadas en una niebla de desazón incontrolable. Todo se vuelve silenciosamente insoportable...
Antes de que pudiera contestar ese intento coercitivo emocional de quid pro quo, aquello que había cercado sus pantorrillas se convirtió en Sheryl Englund y tomó la palabra. Sheryl, decorada con un lazo rosa en una de las trenzas con las que jugueteaba, espetó:
- ¿Habrá regalos para mí?

               Mientras las dos matriarcas seguían discutiendo los temas de intrascendente actualidad, de repente, los malos augurios de Myrna se cumplieron. Los ojos de Tobías vieron nacer la noche, arrebatándosele todo cuanto tenía delante. Ahora solo una oscuridad húmeda y calorífica recorría su zona ocular. Improvisadamente, había abandonado su misión para albergar otra de mayor urgencia, fisiológica. Mientras se estaba lavando las manos, vio de reojo que una de las puertas se abrían a su espalda. ¿Algo, alguien... con capucha? Tobías no reaccionó y esperó a que pasaran cosas, a que le hicieran cosas.
Vamos afuera; tengo algo que mostrarte dentro de mi furgoneta de los helados, dice la voz juguetona en la oscuridad. La reconoce. Una sonrisa eclosiona en su rostro y, sin mediar palabra, se deja llevar a tientas. Las puertas automáticas abren paso al extraño tándem sin ruedas que se aleja de los pitidos de las cajas registradoras. La sensación refrigerante que los envolvía pierde todo su efecto cuando el bochorno del exterior los golpea sin compasión.
Cuando las manos se apartaron, la luz se desbordó en sus ojos. Tuvo que parpadear varias veces hasta que pudo distinguir la parte trasera de la ranchera de su padre. Cerca del borde había una caja de cartón con tres agujeros; despedían unos jadeos intermitentes. Cuando Tobías acercó las manos a la tapa, se hizo un silencio expectante en el interior. Una gota de sudor resbalaba por su mejilla. Las manos quedaron suspendidas en el aire, petrificadas. Nervioso e inseguro, -pues Tobías era de naturaleza escéptica-, giró la cabeza lo suficiente para poder distinguir a sus exigentes espectadores: allí estaba su padre y Dave Englund, su secuestrador. El sabor salino embargó su boca y una mueca de desagrado condujo su rostro.
Sparkie -la catorceava mascota de Tobías y, el catorceavo nombre preasignado en una lista que Tobías tenía guardada mentalmente y que llegaba hasta el número cincuenta. La última mascota desapareció misteriosamente (como la aplastante mayoría)-, después de compartir unos cuántos lametones y abrazos, estresado, gruño un poco y forcejeo para que lo liberaran del caluroso e infatigable afecto humano.
Por un momento, todos pensaron que el perro moriría. Había conseguido librarse del regazo de Tobías y, acto seguido, corría felizmente hacia la carretera, justamente en la trayectoria de un monstruo de cuatro ruedas recubierto de óxido y conducido por un maniaco a gran velocidad.
- ¡SPARKIE! ¡Noooo... !
Pero Sparkie aún solo tenía edad para su lado salvaje y no escuchaba. Continuaba deslizándose por detrás de los coches. El conductor escuchó el grito desesperado y al mismo tiempo atisbó la silueta de un cachorro saltando hacia la rueda delantera. Los neumáticos rechinaron por la frenada en todo el aparcamiento.

4.

               El niño desenrosca las sabanas de la cama matrimonial pero no encuentra el cuerpo de su madre, sino un abultado cojín. La persiana está prácticamente cerrada, dejando la habitación en penumbra. Se oye el sonido de un interruptor y la luz artificial del baño contiguo desaparece, apareciendo tras ella Myrna, con la cabeza gacha, con el rostro sereno y reluciente, recién enjuagado, envuelta en su pijama blanco, decorado con motivos infantiles: unicornios, arcoíris y cupcakes. Con un sobresalto lánguido, atisba la figura de su hijo Tobías, como si fuera el centro de toda la sala, una decoración atrevida de tamaño real y de expresión preocupada. Entre los brazos, recostado, lleva un perrito profundamente dormido. No está segura, pero responde a la primera impresión:
- Eso es la muerte, hijo -mientras acaricia la sien del cachorro, exigua de vida; fría. Con la mandíbula apresa su lengüita. El rostro sofocado, desvanecido. No aparta la mirada de él.
Myrna le había cogido cariño y creía que era algo demasiado bello como para derramar tristeza en sus restos. Tobías, languidecido, contiene un nerviosismo que no le deja articular palabra; el nudo en la garganta aprieta fuerte. Un brillo húmedo recorre sus pupilas aguardando reproche:
- Ayer... estaba... muy cansado, cuando... dejamos-de-jugar-con-él.
Myrna lo mece maternalmente, aunque en vano, como a las madres que, para su desagrado, solo consiguen parir cadáveres. Tobías, más recompuesto, se pasa la manga por los ojos y prosigue:
- Le metí en su caseta. Pensaba que estaba MUY MUY cansado.
- Bajemos al jardín -dice su madre, suavemente.

***

               La figura de Myrna está hincando la rodilla sobre el césped. Coge unas flores y las deposita sobre tierra removida.
- ¿Para qué son las flores?
- Para despedir la vida con un regalo.


5.

- ¿Recuerdas lo que hablamos el otro día en la fiesta? El frío, tu chaqueta...
- ¡La anticipación! -gritó con fervor, levantando los brazos, tirando todo el castillo de cubos coloridos que había estado formando durante largo rato en la moqueta de la sala de estar.
- ¡Waya, gómo de ráffpido crece! - dice su padre entre dientes mientras aparece por la puerta masticando un sandwich de pavo. Prefiere comidas secas y sin condimentos jugosos, condición que recuerda a su personalidad.
<<Pues bien, ¿sabes cuando tienes sed?>>  <<Cuando se me seca la boca.>>  <<Bien, pues ahí también debes anticiparte.>> <<¿Antes de qué yo lo sepa?>> << Sí. Cuando está seca o tienes sed, significa que ya estás deshidratado y, por tanto, ya llegas tarde. Eso significa que falta agua en tu organismo, es decir, que necesitas hidratarte. Pregúntale mejor a tu padre que para algo lo estudió...>>
El padre hace señas desde umbral de la puerta, cortándose el cuello con el dedo y diciendo que no repetidamente con los labios mudos, de los que se escapa una cascada de migas hacia la moqueta. No tiene tiempo para estas tonterías; tengo mucho que hacer, piensa, y se aleja de la escena como un fantasma, como si su presencia no hubiera sido sentida.


6.

En la tumba solo quedaba un raquítico recuerdo mustio. Myrna, poseída por la lluvia de abejas y polen que había envuelto el cristal frontal cuando pasaba cerca del invernadero , no pudo dejar de pensar en ello. Rodeando la sepultura, erigieron un abrazo de flores azules...
- ... eternas y pacíficas.
Tobías se había quedado mirando absorto como las mecía el viento, que las hacía virar hacia un lado y hacia otro; la realidad se fundía en su cerebro; en él, también existía un vaivén similar.  Eternas, eternas...  Mientras tanto, el silencioso azul también miraba dentro de él. Pacíficas, pacíficas, pacíficas...


7.
FINAL I

Myrna se apoya en la pared suavemente como si se tratase de una cama vertical. En su cabeza, un tsunami hace que se balancee de lado a lado. Su rostro taciturno, resacoso, desolado y adormecido, se intensifica. Myrna tira los dados: la moqueta ahora es una cuerda floja por la que camina una equilibrista con zapatos gigantes de payaso mientras guiña alternativamente a la luz cegadora que entra por la ventana. La cuerda termina en medio de la estancia, a los pies de un sillón tapizado. Consigue su objetivo, desparramándose sobre él, aunque pagando la caída con el rostro y con un dolor vergonzoso. Con los músculos quebradizos del cuello y la fuerza menguante de sus manos, consigue encontrar una razonable comodidad a pesar del desgaste de la gomaespuma de relleno. A continuación, en la calma, advierte algo grave: no consigue alzar sus párpados; se siente cada vez más lejana de si misma, se desvanece en pensamientos de niebla. Por un momento cree percibir un dulce aroma floral, también un sonido leve, pero ya lejano. El olor no desaparece de su regazo. Ella sí, suavemente.


FINAL II

- Oh, gracias, ¡qué bonitas! Son las que plantamos los dos, ¿verdad?
El niño se inclinó sobre la mejilla de su madre, en la que dejó la baba de sus labios marcada subrepticiamente, y  arrastró saboreando un  fe-li-ci-da-des con el aire caliente de su aliento acechando el lóbulo de ella, como si fuera el último.


Continuará...

domingo, 12 de julio de 2020

13-09-2018, Bellreguard

                  Cerca del agua hay dos personas. Se podría decir de él que es un amante de la sensación de la arena en la nuca y el pelo. Ella, por su parte, se encuentra recostada, soportando su cabeza con la mano, en una posición idónea para contemplar el esperpéntico espectáculo; mientras, esconde un michelín rebelde en las caricias de la toalla mediante torsiones incómodas del cuerpo. El rostro sereno de él refulge de plenitud; mantiene los ojos cerrados. Ella, por su parte, sonríe desmesuradamente sin parar tras sus gafas de sol negras y misteriosas.
Sobre el cielo despejado, una gaviota desafía el viento artificialmente. Todo parecido con la realidad es mera coincidencia. A simple vista no se le detecta el cable acoplado en la espalda, pero deberá estar ahí.
Un mozo en su tumbona se rasca el bajo vientre con poca moderación mientras sostiene algo con las manos.  Podría ser un libro pero para él no sabemos qué es. A su lado pasa un niño con una tabla de surf verde chillón, que se adentra al mar tumbado con bastante pericia. Unas bollas (amarillas: cerca; rojas: lejos) enmarcan la zona segura para los bañistas.
Una señora que estaba entre la pareja y el mozo lector abandona la playa por el camino de madera, silla en mano. Esta sí que estaba leyendo indiscutiblemente. La huída de la señora contagia a la pareja, que desempolva sus posesiones y cubre su semidesnudez con ropajes. 

               Todo este teatro lo presencian desde dos bancos del paseo marítimo, un anciano y, otro adulto -cincuenta años más joven- que había decidido merendar observando las mareas, repasando su libreta rellena de apuntes de la historia de la Grecia Antigua y siendo perturbado por los viandantes que caminan a sus espaldas. Cuando esto último sucede, los músculos de su cuello se petrifican, sobretodo en la nuca; se masajea la zona con ternura para aliviar a la tensión. ¿Pretenderá el niño llegar hasta la roja?

               Desaparecen todas las sombrillas. Las cañas de pesca empiezan a remplazarlas.
Para ser mediados de septiembre, conservar en el ambiente la frescura de la lluvia del día anterior y tener el ocaso en actitud amenazante, sigue habiendo bastante movimiento. Los socorrista ya hace tiempo que no trabajan.
Casi en el precipicio del horizonte, una embarcación pequeña ara el agua. El niño pone de manifiesto el material de su transporte marítimo; el sonido molesto del corcho frotado y golpeado agita los tímpanos. Una persona de casi media edad toma varias duchas de cuerpo entero delante del adulto joven observador del banco, intimidándolo severamente; tanto que casi desaparece.  Ella parece insistir divertida.

               La playa iguala a todos. El anciano recibe compañía. Desde el banco, disfrutan de unas vistas cada vez más tenues con pasividad. Comparten un par de frases vagas y manidas y le devuelven el turno al silencio. Parece el resultado de una vida bien llevada que empieza a disfrutarse ahora. ¿No sería triste?
Un renacuajo escupe en el suelo. Desde la terraza de un bar cercano se arremolinan voces veteranas y mesetarias de alabanza al último dictador y condena al desastre que es hoy en día la patria querida. "Para bien o para mal, ganó una guerra", sentencia.

13-09-2018, Bellreguard