viernes, 7 de abril de 2017

Del tamaño de una cabeza

               Llegaba tarde. Iba montado en el asiento de mi coche mientras la noche se difuminaba lentamente. Era el trayecto de siempre, el de todos los días. A pesar del incremento de luminosidad, no era suficiente para una persona con gafas, de vista cansada, con los ojos rojos y, en cierta manera, estresada. No era suficiente para distinguir aquello que cobraba forma cuando más cerca estaba. Después de una curva cerrada, comenzaba un tramo ascendente. Cuando había recorrido un cuarto de este, pude divisar que había algo en medio de la carretera. Al principio, parecía un grafiti, bidimensional, era algo totalmente borroso, casi parecía más producto de la imaginación que otra cosa; un poco más cerca parecía una gran hoja de colores otoñales, aunque los árboles cercanos fueran claramente de hoja perenne. A escasos 10 metros, me parecía un indefenso gatillo sentado, arropándose con la cola, pero no tenía en mente ninguna intención de parar pues pensé, despreocupadamente, que pasaría por debajo del coche sin problemas, que él mismo agacharía la cabecita; pensándolo ahora, seguramente lo más normal que hubiera pasado es que lo hubiera matado. No obstante, por suerte, no era ningún ser vivo. A escasos 3 metros -demasiado tarde- pude ver claramente de que se trataba de una roca que se había desprendido de una colina adjunta a la carretera. Desapareció delante del capó del vehículo y, por un segundo, sentí que todo mi alrededor se había volatilizado; sólo quedaba el coche en movimiento y yo, por una carretera asfaltada. Un segundo después, oí un estruendo horroroso, como si Godzilla hubiera desgarrado todo el vientre del vehículo. Sentí el impacto como un disparo. Inmediatamente reduje la marcha por si las ruedas o algo dejaban de obedecer; por suerte, todo continuo tranquilo, inmutable, como siempre. Pulsé los intermitentes y aparqué el coche al lado derecho de la carretera para comprobar que todo estuviera en su sitio: el morro del coche estaba como siempre; los bajos, como siempre. Era imposible que alguien ajeno hubiera podido adivinar que aquel Opel Astra del 95 se había comido un pedrusco del tamaño de una cabeza. No le di más importancia.

               Cuando llegué a casa al final del día, sentí el impacto de la piedra otra vez. Mi abuelo se encontraba convaleciente en la cama. Hablaba sin coherencia y, al parecer, sentía frío en zonas que al tacto parecían estar hirviendo. Era una persona, además, propensa a tener piedras en el hígado, aunque ya hacía tiempo que no le detectaban ninguna.