- Me encanta. El abanico de posibilidades es... es... fascinante:
las soledades encontradas, los constantes cuchillos que vuelan desde la sombra,
relucientes cuchillos, el hipnótico deterioramiento de la retina ante la
intensidad atrapada de veinte soles, las delicadas sinfonías carentes de
cualquier atisbo de ingenio pero pegadizas, la bifurcación de las ideologías...
- Podrías callarte. No es algo tan profundo -interrumpió, lívidamente
molesto.
- No es eso; soy yo. Crea un efecto demasiado evocador sobre
mi debilidad pasional. Es un escarnio sobre mi intuición, o mejor... -nótese el
absurdo pasaje que venía a continuación, silenciado.
Sin vacilar, sin aprensión alguna, requisó el valioso
artilugio de las manos constrictoras, sudorosamente excitadas, y, sin pausa
pero sin prisa, salió de la sala; una figura melancólica quedó solitariamente
aprisionada en un cúmulo de emociones absurdas, extremas a la razón, con sus
brazos colgando del cuerpo como queriendo desapresarse de esta condición inherente
e inamovible. Por la ventana rugía una tempestad indomable, evocadora a tiempos
de guerra, otros tiempos. A pesar de ello, el ladrón, atiborrado de pedantería,
descendió las escaleras, abandonando la casa por la puerta principal. Instantes
más tarde, se interpuso en aquella batalla meteorológica el desgarrador sonido
de un proyectil, metálico, eléctrico, certero, eficaz, fatal. La casa vacía, la
puerta entreabierta. Y luego, unos crujidos, una danza s/ un cuerpo abatido,
inmóvil. La danza de la lluvia.
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