Era un pájaro
avispado. Se escapaba de sus captores sin dejar pista, respetando la
inmutabilidad de su habitáculo carcelario (salvo restos del manjar). Y buscaba, desesperado, en el último instante,
ante las garras y caras viciosas de sus captores que le acorralaban el destino,
la vida, saltando entre los barrotes, atenazándose, con el pecho afligido, con
un agobio existencial agotador en su pico, así, se escurría hasta alcanzar la
obertura que le llevaría a otro mundo paralelo. Una ventana: un camino aéreo
triunfal, en forma de espiral, esplendido y suntuoso; refinado.
Ciegamente, movido por sus pasiones, utilizaba su
libertad, para, después, anularla: necesita un padre, una madre, bondadosos,
que, en régimen de dictadura, le den la cobertura alimenticia. La independencia
respecto al captor es nula. La cautividad forzosa anuló su naturaleza, su
instinto. Ahora, confuso, se ve casado cual
mendigo, vagando con actitudes lazarillescas, planeando en calles oscuras,
frías. Terrazas, portezuelas, embadurnadas de pelusa, penetrando en los
orificios de las claraboyas, colmando las baldosas de los patios.
Aunque él sabe que todo lo anterior se resume a esperar la
extravagante y característica danza de sus incursiones, volátil a los ojos de
la moral, dependiendo de los ojos, dando el cuerpo plumado a
las manos que parecen abarrotarse, imponentes, preparándose al asalto o
buscando una cálida pero silenciosa confianza. Tranquilo, elude las zarpas constrictoras, suntuoso, bello y
seguro en un dudoso salto difuminado en el espacio. Tiempo para poder seguir
picando el suelo, indiferente a hechos anteriores, obsoletos para el pequeño
cráneo.
La resistencia ha sido banalizada. Pobre de ella.
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