Se
abrió una puerta y una mano tanteó el interruptor. La bombilla produjo un
zumbido eléctrico mientras la corriente pasaba por el filamento metálico; solo
emitió un pequeño fogonazo y volvió a dejar la habitación en una desquiciante
penumbra, cuarteada por una ridícula ventana que quedaba a ras del suelo del
jardín. A pesar de estar en un estado deplorable, dejaba entrever a través de
si unos hierbajos indomesticables
que ocultaban, en parte, un espumoso cielo, a excepción de cuando el viento los mecía.
Una
silueta empezó a descender sosegadamente por unas escaleras roídas por el
tiempo; se resquebrajaban y hundían ligeramente con
cada paso. Al mismo tiempo, deslizaba una mano por
la barandilla, áspera y rugosa. La luz era óptima para lo que allí iba a
acontecer; transmitía una inquietud decadente, una señal de que la degeneración
de la vulgaridad humana era factible en aquel lugar. La cordura brillaba por su
ausencia en las paredes. La temperatura era unos grados inferior a la del
exterior. Mientras tanto, todo se agitaba aunque permaneciera en estado de
reposo.
El
lugar estaba repleto de zonas lóbregas conquistadas por objetos de toda índole,
todos ellos olvidados a merced del polvo y la humedad, el tiempo, el exilio.
Una tensión silenciosa salpicaba cada recoveco. Como en la mesa de trabajo,
situada inmediatamente delante de las escaleras, emplazada en la pared derecha,
ya olvidada por manos artesanas, soportaba el peso de diversas herramientas de
gran magnitud; en esa misma pared, encima de la mesa, habían, colgados,
utensilios de bricolaje como sierras, serruchos, reglas, destornilladores de
diverso diámetro de punta ordenados por tamaño, martillos y otros útiles de
mayor relevancia técnica para adecentar los detalles.
Giró
la cabeza: había adornos de navidad, guardados en grandes cajas apiladas a ras
de pared en la esquina contraria, en el lugar más amargo del corazón. Un gran
árbol desplumado, seco y triste quedaba desplomado sobre ellas, como si hubiera
muerto de inanición. A pesar de que la familia no comulgaba con ninguna
religión, durante aquellos festivos, la casa era ordenada como si perteneciese
a una pareja de verdaderos santurrones. Caían en el juego; un juego donde el hogar,
una vez al año, cobraba la vida que perdía año tras año, que transmitía a todos
sus ocupantes; se contagiaba de un ambiente de júbilo y despreocupación,
congregando a todos los componentes de la familia en tiernas comidas de gran
interés social que se alargaban hasta la madrugada.
A
la izquierda de esto, una cómoda, un tocadiscos sin aguja, un mueble-bar, un
expositor de vinos casi vacío. No podía vislumbrarse si las botellas soportaban
algún contenido salvo la capa grisácea que las envolvía. Bajo la escalera
habían más cosas pero no podían distinguirse sin una iluminación óptima.
También, en la esquina adversa a
la de la escalera -la que más pasaba desapercibida-, se encontraban cajas
repletas de revistas viejas, retales de periódicos con fechas históricas (el
primer hombre a la Luna y cosas por el estilo) con una conservación envidiable.
Todo como muy romántico y melancólico.
Al
parecer, en el exterior, una nube siguió su camino y dejó entrever más el sol.
Esto propició que destacara la figura central de aquel caos ordenado, intacta,
inmóvil. Un haz de luz incidió sobre
ella, resaltando sus rasgos más portentosos -que eran pocos-: su palpable vejez
y su sencillez. Quedaba envuelta por un aura de calidez celestial, una
fragilidad angelical. Esto provocó una sonrisa abyecta de labios prietos en el
rostro del hombre; salivó un poco por la comisura de los labios. Una epifanía sombría
pareció chocar en las paredes internas del hombre mientras parecía contenerlas
en las manos, que empezaron a temblar excitadas.
Sin
que sucediera nada más ni dentro ni fuera, giró todo su cuerpo automáticamente y
cogió la maza que había dispuesta sobre la mesa de trabajo. La sopesó con las
manos y la deslizó hasta obtener la posición de agarre idónea para asestar uno
o varios golpes mortales. Sus pies le
llevaron hasta el centro de la habitación. Cargó el arma por encima de su
hombro, acompañando el acto con una mirada despiadada, abyecta y fulminante,
totalmente ida, desprovista de cualquier atisbo de humanidad. No cabía
esperanza. Un silencio asfixiante y perturbador invadía las cuatro paredes. Una
súplica silenciosa callaba en los entresijos de su objetivo.
Descargó
repetidamente sobre el cuerpo inerte feroces acometidas con todas sus fuerzas, con
decidida obstinación, hasta que el sudor se hizo presente en todo su cuerpo y,
tanto fue así que tuvo que soltar el mango de la maza porque se le escurría. El
suelo amortiguó el sonido seco del denso metal. Ya estaba hecho.
Ni
una sola palabra salió de aquel inmóvil cuerpo desdichado. Habían sofocado su
voz y habían segado su vida útil. Ahora reinaba el caos, un caos desbordante,
envolvente, constrictor; el desorden de sus adentros decoraba todo el
pavimento. El caos se había desbordado. El contenido inundaba el suelo. Años de
rabia acumulada sucumbieron delante de sus ojos. En sus pies había un trozo; y
allí, y allá... Los cimientos de la presa ceden cuando todo el peso que retiene
es insoportable.
**
Los
alaridos, las maldiciones, las promesas cumplidas, siempre son escuchadas por
alguien, generalmente por Dios o su antagónico. En este caso, todo aquel
disparate de berridos resonó en los tímpanos de la paseadora de perros del
vecindario. Lo escuchó; paró brevemente, solo un momento: la verja era
demasiado alta; no podía divisarse nada; <<El sonido no venía del jardín,
pasaba por el jardín>>, se
decía a sí misma. Solo escuchó... y siguió su rutina sin perturbarla lo más
mínimo. No es que entendiera en exceso el idioma pero, aquello claramente no
era asunto suyo. Un paso después, todo continuaba. <<En todos los países
ser loco es un requisito democrático.>> No le dio más importancia a un
loco más. Uno de los perros meó en la verja calmado; los otros, ponían sus
orejas en punta cual antenas parabólicas, poniendo la máxima atención hasta que
el sonido fue desvaneciéndose con cada nueva pezuña impresa en el asfalto.
***
- ¿Dónde está el abuelo -una voz
emergió por la puerta semiabierta del sótano, acompañada de pasos ascendentes-?
Aquí abajo no está -apareció la figura de una mujer por el umbral de la puerta-.
¿Y la abuela?¿Tú la has visto?
- Acabo de entrar; vengo de dejar
a Petunia en ballet -suspiró fatigada, dejando las llaves encima de la mesa-. A
la abuela la dejé durmiendo arriba, en mi cama, antes de irme. Del abuelo no
hay rastro; ni de su furgoneta. Espero que arregle de una vez esa maldita
lavadora. Se pasa todas las mañanas encerrado en el sótano. No entiendo que
hace tanto tiempo ahí. La lavadora está siempre encendida. Ayer le dijo a
Petunia que la arreglaría definitivamente. Es un cacharro estrepitoso que data
de su boda y todo lo que pones dentro lo destruye. Conseguí venderle algunas
camisetas roídas de óxido al novio hippie de la paseadora de perros del vecindario
-añadió con un risa inocente mientras tentaba con la mano el brazo del sofá en
el que quería sentarse-. Viven en una furgoneta sesentera de esas.
- Cuando lo llamaba por teléfono
solía contarme que tenía insomnio porque la abuela le hablaba de noche en
sueños, que no se callaba -dijo, con una cara descompuesta.
- Desde que te fuiste, la abuela,
al poco tiempo, dejó de hablar. Siempre está débil. Nunca los veo juntos.
Duermen en habitaciones separadas. El abuelo suele dar paseos nocturnos por la
casa e incluso se pasa toda la noche fuera. Se ha vuelto muy serio y distante;
me rehúye tanto como a la abuela. Petunia le tiene miedo. Le provoca pesadillas
escuchar los pasos por toda la casa. Además, por si fuera poco, solo le habla a
ella. La lavadora se calla cuando Petunia entra en casa. Es exagerado. Parece
que esté obsesionado con ella. Petunia se ha vuelto silenciosa como un gato.
****
- ¡Tú! ¡TÚ! Creías que nunca
llegaría este día, ¿verdad? ¿Creías que pasaría el resto de tu insignificante vida
soportando tu ruinosa presencia y tus repugnantes sonidos? Escupiría sobre lo
que queda de ti pero no mereces ni eso. Tú me llevaste a esta situación. No
pude dormir ni un día. NI UN DÍA. ¿Y todo gracias a quién? Exacto. Tenía que
dormir a veces en mi caravana. Los vecinos se pensaban que estaba loco y los
del trabajo que ni siquiera tenía casa.
¡TODAS LAS SANTÍSIMAS NOCHES DEL
SEÑOR RETUMBANDO EN MI CABEZA PENSAMIENTOS SOBRE TI Y LO QUE TE HARÍA UNO DE
ESTOS DÍAS! Tenlo por seguro; no lo dudes. He estado planeando esto desde el
primer día que te traje a esta casa. Y, ahora, ya está hecho. Ya estoy...
tranquilo, satisfecho... Siento paz. Sé que a partir de ahora todo irá cuesta
arriba. Por fin podré de dejar de culpar a mi mujer.