lunes, 25 de diciembre de 2017

Caos desbordado

               Se abrió una puerta y una mano tanteó el interruptor. La bombilla produjo un zumbido eléctrico mientras la corriente pasaba por el filamento metálico; solo emitió un pequeño fogonazo y volvió a dejar la habitación en una desquiciante penumbra, cuarteada por una ridícula ventana que quedaba a ras del suelo del jardín. A pesar de estar en un estado deplorable, dejaba entrever a través de si unos hierbajos indomesticables que ocultaban, en parte, un espumoso cielo, a excepción de  cuando el viento los mecía.  

               Una silueta empezó a descender sosegadamente por unas escaleras roídas por el tiempo; se resquebrajaban y hundían ligeramente con cada paso. Al mismo tiempo, deslizaba una mano por  la barandilla, áspera y rugosa. La luz era óptima para lo que allí iba a acontecer; transmitía una inquietud decadente, una señal de que la degeneración de la vulgaridad humana era factible en aquel lugar. La cordura brillaba por su ausencia en las paredes. La temperatura era unos grados inferior a la del exterior. Mientras tanto, todo se agitaba aunque permaneciera en estado de reposo.

               El lugar estaba repleto de zonas lóbregas conquistadas por objetos de toda índole, todos ellos olvidados a merced del polvo y la humedad, el tiempo, el exilio. Una tensión silenciosa salpicaba cada recoveco. Como en la mesa de trabajo, situada inmediatamente delante de las escaleras, emplazada en la pared derecha, ya olvidada por manos artesanas, soportaba el peso de diversas herramientas de gran magnitud; en esa misma pared, encima de la mesa, habían, colgados, utensilios de bricolaje como sierras, serruchos, reglas, destornilladores de diverso diámetro de punta ordenados por tamaño, martillos y otros útiles de mayor relevancia técnica para adecentar los detalles.
               Giró la cabeza: había adornos de navidad, guardados en grandes cajas apiladas a ras de pared en la esquina contraria, en el lugar más amargo del corazón. Un gran árbol desplumado, seco y triste quedaba desplomado sobre ellas, como si hubiera muerto de inanición. A pesar de que la familia no comulgaba con ninguna religión, durante aquellos festivos, la casa era ordenada como si perteneciese a una pareja de verdaderos santurrones. Caían en el juego; un juego donde el hogar, una vez al año, cobraba la vida que perdía año tras año, que transmitía a todos sus ocupantes; se contagiaba de un ambiente de júbilo y despreocupación, congregando a todos los componentes de la familia en tiernas comidas de gran interés social que se alargaban hasta la madrugada.
A la izquierda de esto, una cómoda, un tocadiscos sin aguja, un mueble-bar, un expositor de vinos casi vacío. No podía vislumbrarse si las botellas soportaban algún contenido salvo la capa grisácea que las envolvía. Bajo la escalera habían más cosas pero no podían distinguirse sin una iluminación óptima.
También, en la esquina adversa a la de la escalera -la que más pasaba desapercibida-, se encontraban cajas repletas de revistas viejas, retales de periódicos con fechas históricas (el primer hombre a la Luna y cosas por el estilo) con una conservación envidiable. Todo como muy romántico y melancólico.

               Al parecer, en el exterior, una nube siguió su camino y dejó entrever más el sol. Esto propició que destacara la figura central de aquel caos ordenado, intacta, inmóvil. Un haz de luz  incidió sobre ella, resaltando sus rasgos más portentosos -que eran pocos-: su palpable vejez y su sencillez. Quedaba envuelta por un aura de calidez celestial, una fragilidad angelical. Esto provocó una sonrisa abyecta de labios prietos en el rostro del hombre; salivó un poco por la comisura de los labios. Una epifanía sombría pareció chocar en las paredes internas del hombre mientras parecía contenerlas en las manos, que empezaron a temblar excitadas.

               Sin que sucediera nada más ni dentro ni fuera, giró todo su cuerpo automáticamente y cogió la maza que había dispuesta sobre la mesa de trabajo. La sopesó con las manos y la deslizó hasta obtener la posición de agarre idónea para asestar uno o varios golpes mortales.  Sus pies le llevaron hasta el centro de la habitación. Cargó el arma por encima de su hombro, acompañando el acto con una mirada despiadada, abyecta y fulminante, totalmente ida, desprovista de cualquier atisbo de humanidad. No cabía esperanza. Un silencio asfixiante y perturbador invadía las cuatro paredes. Una súplica silenciosa callaba en los entresijos de su objetivo.
Descargó repetidamente sobre el cuerpo inerte feroces acometidas con todas sus fuerzas, con decidida obstinación, hasta que el sudor se hizo presente en todo su cuerpo y, tanto fue así que tuvo que soltar el mango de la maza porque se le escurría. El suelo amortiguó el sonido seco del denso metal. Ya estaba hecho.

               Ni una sola palabra salió de aquel inmóvil cuerpo desdichado. Habían sofocado su voz y habían segado su vida útil. Ahora reinaba el caos, un caos desbordante, envolvente, constrictor; el desorden de sus adentros decoraba todo el pavimento. El caos se había desbordado. El contenido inundaba el suelo. Años de rabia acumulada sucumbieron delante de sus ojos. En sus pies había un trozo; y allí, y allá... Los cimientos de la presa ceden cuando todo el peso que retiene es insoportable.

**

               Los alaridos, las maldiciones, las promesas cumplidas, siempre son escuchadas por alguien, generalmente por Dios o su antagónico. En este caso, todo aquel disparate de berridos resonó en los tímpanos de la paseadora de perros del vecindario. Lo escuchó; paró brevemente, solo un momento: la verja era demasiado alta; no podía divisarse nada; <<El sonido no venía del jardín, pasaba por el jardín>>, se decía a sí misma. Solo escuchó... y siguió su rutina sin perturbarla lo más mínimo. No es que entendiera en exceso el idioma pero, aquello claramente no era asunto suyo. Un paso después, todo continuaba. <<En todos los países ser loco es un requisito democrático.>> No le dio más importancia a un loco más. Uno de los perros meó en la verja calmado; los otros, ponían sus orejas en punta cual antenas parabólicas, poniendo la máxima atención hasta que el sonido fue desvaneciéndose con cada nueva pezuña impresa en el asfalto.

***

- ¿Dónde está el abuelo -una voz emergió por la puerta semiabierta del sótano, acompañada de pasos ascendentes-? Aquí abajo no está -apareció la figura de una mujer por el umbral de la puerta-. ¿Y la abuela?¿Tú la has visto?

- Acabo de entrar; vengo de dejar a Petunia en ballet -suspiró fatigada, dejando las llaves encima de la mesa-. A la abuela la dejé durmiendo arriba, en mi cama, antes de irme. Del abuelo no hay rastro; ni de su furgoneta. Espero que arregle de una vez esa maldita lavadora. Se pasa todas las mañanas encerrado en el sótano. No entiendo que hace tanto tiempo ahí. La lavadora está siempre encendida. Ayer le dijo a Petunia que la arreglaría definitivamente. Es un cacharro estrepitoso que data de su boda y todo lo que pones dentro lo destruye. Conseguí venderle algunas camisetas roídas de óxido al novio hippie de la paseadora de perros del vecindario -añadió con un risa inocente mientras tentaba con la mano el brazo del sofá en el que quería sentarse-. Viven en una furgoneta sesentera de esas.

- Cuando lo llamaba por teléfono solía contarme que tenía insomnio porque la abuela le hablaba de noche en sueños, que no se callaba -dijo, con una cara descompuesta.

- Desde que te fuiste, la abuela, al poco tiempo, dejó de hablar. Siempre está débil. Nunca los veo juntos. Duermen en habitaciones separadas. El abuelo suele dar paseos nocturnos por la casa e incluso se pasa toda la noche fuera. Se ha vuelto muy serio y distante; me rehúye tanto como a la abuela. Petunia le tiene miedo. Le provoca pesadillas escuchar los pasos por toda la casa. Además, por si fuera poco, solo le habla a ella. La lavadora se calla cuando Petunia entra en casa. Es exagerado. Parece que esté obsesionado con ella. Petunia se ha vuelto silenciosa como un gato.

****

- ¡Tú! ¡TÚ! Creías que nunca llegaría este día, ¿verdad? ¿Creías que pasaría el resto de tu insignificante vida soportando tu ruinosa presencia y tus repugnantes sonidos? Escupiría sobre lo que queda de ti pero no mereces ni eso. Tú me llevaste a esta situación. No pude dormir ni un día. NI UN DÍA. ¿Y todo gracias a quién? Exacto. Tenía que dormir a veces en mi caravana. Los vecinos se pensaban que estaba loco y los del trabajo que ni siquiera tenía casa.
¡TODAS LAS SANTÍSIMAS NOCHES DEL SEÑOR RETUMBANDO EN MI CABEZA PENSAMIENTOS SOBRE TI Y LO QUE TE HARÍA UNO DE ESTOS DÍAS! Tenlo por seguro; no lo dudes. He estado planeando esto desde el primer día que te traje a esta casa. Y, ahora, ya está hecho. Ya estoy... tranquilo, satisfecho... Siento paz. Sé que a partir de ahora todo irá cuesta arriba. Por fin podré de dejar de culpar a mi mujer.

jueves, 2 de noviembre de 2017

Los crímenes de Federico Moccia

               Se puede escribir en un día; en una tarde se escribió un crimen. Más de un crimen perturbó la tranquilidad de aquella casa. Federico Moccia, el autor de A tres metros sobre el cielo, con llantos rojos sobre el suelo. Federico Moccia, siendo Federico Moccia, haciendo lo que sabía hacer Federico Moccia.

            Era una tarde baldía, exhausta, sin avaricia, intacta, con un cuerpo sobre una manta. Una manta para el suelo, una alfombra, como es común llamarla. Solo hubo dos testigos. Algo entró por el candelabro, un bicho del suelo se escondió para verlo. El criminal, matarife de palabras, cruzó los azulejos, cruzó la carne, cruzó el suelo, cruzó la puerta, cruzó la cara, la garganta y el cuello. Hizo crujir, croó como una rana del tentempié tomado con desgana. Después cogió su sotana bajo la cual escondió todas sus ganas de ser encontrado en las portadas.

            Disimuló su miedo y no pisó nunca más unas canas, ni si quiera las suyas mismas, ni aunque hubiera tenido muchas ganas, la dicha era vana. Todo a tres metros bajo el suelo.

martes, 17 de octubre de 2017

Morfeo duerme

  Son las cinco de la mañana y, como ya viene siendo casi una tradición, mis ojos se han abierto como platos en una insondable oscuridad. Lo primero que hago es sentarme sobre la cama, posar los pies sobre el frío suelo y escrutar mi sien; me relaja y me recuerda un poco donde estoy; el tacto me pone en contacto con la realidad. Diría que pongo en orden mis pensamientos pero, la verdad, no tengo ninguno; me preparo para una tarea automática; normalmente, lo único que recorre mi cerebro es "otra vez", pero intento no prestarle importancia. El aire era espeso y asfixiante.

  Cuando me incorporo, voy tanteando con las manos los diferentes obstáculos: siempre me apoyo primero de un armario que me queda a la derecha; si fallo, me daré con el borde de este en la sien -un buen coscorrón-; a continuación, normalmente, encuentro el pomo y lo giro; si fallo, mi mano se resquebrajará contra la madera y lo sentiré como si le hubiera dado un puñetazo;  entro en la cocina y bebo un vaso de agua pero sin vaso; continuo por el pasillo -por donde entra una tenue claridad-  hasta llegar al baño; allí, observo mi reflejo y, evidentemente, no es que mis ojos estén como platos, es que hasta mis pupilas están dilatadas; ahora mismo no pasaría un test de droga si sólo se fijaran en las apariencias. Para estar desaliñado, me veo bastante bien con la barbita de tres días y la mueca de asombro; gano más sin camiseta y con cuatro horas de cama en el cuerpo, confirmado. Después de observar mi belleza y de que me suba un poco la autoestima -que irá desfalleciendo progresivamente durante el resto del día-, interactúo con el chorro de agua, junto mis manos formando una concavidad debajo de ella y arrojo despreocupadamente el líquido sobre toda mi cara; luego perfilo los lagrimales de los ojos en busca de legañas okupas. Estoy preparado para continuar.

  Si queréis que os sea sincero, creo que ya sé porqué estoy aquí ahora mismo. Tal vez fuera el estrés de ayer noche durante el curro, el beber una lata de zumo de limón a palo seco y, luego, comer restos de la cena de mis padres. Acto seguido me zambullí a la cama. Diez minutos después, volví a reunirme con mis padres delante del televisor -pues el vecino de abajo tenía el televisor a todo trapo y no me concentraba en mi sueño-, sometido en el sofá con un polo grande de nata, chocolate y almendras o nueces... no las distingo ahora mismo. Me lo terminé, me lavé los dientes y volví a la cama sin comunicarlo. Me desnudé e intenté dormir. Minutos después, cuando ya casi lo había conseguido, mi madre tuvo que abrir la puerta, la cual dejó pasar un haz segador de luz, para comunicar su disgusto con la desconsideración de no decirle que me iba a dormir. Por favor... seguro que ella tampoco ha podido dormir esta noche por tal hecho. Imaginaros la situación. Menos mal que me lo esperaba. Yo, tapando con mi pierna jamona toda la dote que me había regalado la genética de esta gente... En fin.

  Cuando dejaron de molestarme, me acaricie y pellizque un poco los testículos y, a partir de ese momento, la cinta de los recuerdos fue robada.

  Y aquí estaba, tirado sobre el sofá -otra vez-. Pero, esta vez, con compañía. Aún había mucha oscuridad y había un silencio eterno. Abrí completamente el ventanal y me asomé por él. Nada. Tranquilidad. Mis dos compañeros eran el señor Murakami y un libro sobre Santo Tomás de ¡Aquí-nó, Aquí-nó! (dos tochos como la copa de un pino).

sábado, 7 de octubre de 2017

Le vie et la mort d'un enfant

Vida: 1-2-97

   En un baño de un barrio deprimente, una mujer desnuda dentro de las aguas de su bañera se inyecta heroína en vena. Mientras la sustancia conquista su circuito sanguíneo, va dejando atrás la tensión que la constreñía. Sus fauces sueltan lentamente el cordel plastificado que estaba amarrado de su brazo, por el cual brota un hilillo de sangre desde la incisión de la aguja. Sus ojos se quedan en blanco y su cuerpo se desvanece hasta quedar soportado por los bordes de la bañera.

   Han pasado unas 5 horas y por fin sus ojos vuelven a su posición natural. Toda su piel está arrugada y el tacto es desagradable. Aún se siente aturdida y distante a la realidad tal cual la conocemos. Siente una contracción en su abultada barriga. Algo la llama a sentarse sobre el borde, dejando los pies dentro del agua.

   Más tarde, unos llantos, sangre, dolor. Otra cuerda, esta vez, de carne, y con ella, una criatura indefensa amanece en el mundo. Lo sumerge en el agua y lo limpia superficialmente. Sus extremidades diminutas no cesan el movimiento, como si hubieran estado maniatadas una eternidad.

   Después de observar la creación, lo reposa sobre su pecho y comienza a caminar taciturna, empapada y como Dios la trajo al mundo hasta una silla del comedor. Allí se sienta entre sus brazos mientras el agua rodea la silla, como si el rumbo de su vida fuera a cambiar a partir de ese momento, de esa sonrisa real que se le escabulle entre la droga, de esa tranquilidad cálida que le transmite el neonato con el contacto con su piel. Ya más tranquilo, lo deja dormir, porque la vida en este mundo es muy larga y hay que esperar el turno de las cosas; cada hacer tiene su momento.

   El niño vuelve a la carga con sus berridos y la madre, sin contar con ningún conocimiento parental, sabe exactamente que esa criatura celestial necesita comida. Hace el amago de desnudar sus pechos pero su mano no encuentra ningún impedimento salvo su propia piel. Acerca al niño al seno y con la mano gira su cabeza amorosamente hasta que sus labios contactan con la aureola. El querubín empieza a succionar y el líquido lo estremece hasta dejarlo manso sobre su manos.

   Siente una contracción en su estómago, otra en la pierna, después en la lengua. Una lágrima se derrama por su cara. Cierra los ojos amargamente y los labios se le descomponen. Instintivamente, prevé lo peor. De su boca empieza a brollar espuma y sus ojos se muestran blancos otra vez. Todo su cuerpo se agita. En un último soplo de vida, se recuesta en la silla y coge con fuerza la criatura mientras siguen las contracciones para que no estrellarlo sobre el suelo. El niño sigue comiendo. El líquido blanco resbala por el abdomen hasta perderse dentro de los labios vaginales.

   Un llanto ahogado residirá en la casa durante días y luego se apagará.

jueves, 24 de agosto de 2017

Ataque frontal en plena disquisición

   Seguro que no os importa... ¡No importa! Un curso, un grado de formación como otro... ya sabéis.. no es de extrema importancia. ¡Alabada sea la relevancia!

   Arte minimalista por todas partes... bueno, arquitectura. [El narrador se hace el remolón]. Extrañamente, los servicios masculinos no rebosan de meada por todas partes. Parece ser que en la ciudad cambian algunas cosas... quién me lo iba a decir. Una de las variopintas sorpresas agradables con las que he podido satisfacer mi apetito curioso. Sé que es de muy mal gusto pero quisiera comparar esta ansia con... con un pedófilo a la puerta de una escuela un lunes a las cinco de la tarde -¿cinco de la tarde? ¿lunes? Pero qué puñetas...

   La precisión anterior (¿...?) me ha trastocado un poco. Querido/a lector/a (siempre el inclusivo; no cometeré el error de mis camaradas misóginos de siglos... añejos... dejémoslo en "anteriores"), seguramente usted esté... ¿bien? Lo siento. No voy a conversar con usted (posible lástima). Un libro es para perderse un rato en la cabeza de otra persona..., escuchando lo que yo quiera comunicarle.  También siento la flagrante demostración de prepotencia anterior. Volvamos al principio: <<Seguramente usted este...>> -sigo- esperando -mire el reloj...- a que continúe -¡no, enserio!¡mírelo!- mi gran relato, apasionante vida de un hombre inmigrante que... -¿ha mirado el reloj? ¿No le importo, verdad?¿Tiene que hacer algún otro quehacer?¿se siente que pierde el tiempo? Yo me siento así. Usted no tiene remedio. Pero, responda con sinceridad... ¿ha mirado, ojeado, observado, fisgoneado, aunque fuera de reojo el RELOJ?¿Sí? Entonces le comunico que es un completo gilipollas. ¡GI-LI-PO-LLAS! Deletréelo conmigo. Puede llegar a ser entretenidamente divertido. Contagioso. Si se atreve, siga usted mis huellas... siga usted mi voz. Tómeselo como un reto personal. Intente entenderme, empatice conmigo y nos llevaremos bien. Y no perderá el tiempo. Y no le insulto más. Lo siento por lo de antes. [En realidad no].

viernes, 4 de agosto de 2017

Alas

   Era un pájaro avispado. Se escapaba de sus captores sin dejar pista, respetando la inmutabilidad de su habitáculo carcelario (salvo restos del manjar). Y buscaba, desesperado, en el último instante, ante las garras y caras viciosas de sus captores que le acorralaban el destino, la vida, saltando entre los barrotes, atenazándose, con el pecho afligido, con un agobio existencial agotador en su pico, así, se escurría hasta alcanzar la obertura que le llevaría a otro mundo paralelo. Una ventana: un camino aéreo triunfal, en forma de espiral, esplendido y suntuoso; refinado.

   Ciegamente, movido por sus pasiones, utilizaba su libertad, para, después, anularla: necesita un padre, una madre, bondadosos, que, en régimen de dictadura, le den la cobertura alimenticia. La independencia respecto al captor es nula. La cautividad forzosa anuló su naturaleza, su instinto. Ahora, confuso, se ve casado cual mendigo, vagando con actitudes lazarillescas, planeando en calles oscuras, frías. Terrazas, portezuelas, embadurnadas de pelusa, penetrando en los orificios de las claraboyas, colmando las baldosas de los patios.

   Aunque él sabe que todo lo anterior se resume a esperar la extravagante y característica danza de sus incursiones, volátil a los ojos de la moral, dependiendo  de los ojos, dando el cuerpo plumado a las manos que parecen abarrotarse, imponentes, preparándose al asalto o buscando una cálida pero silenciosa confianza. Tranquilo, elude las zarpas constrictoras, suntuoso, bello y seguro en un dudoso salto difuminado en el espacio. Tiempo para poder seguir picando el suelo, indiferente a hechos anteriores, obsoletos para el pequeño cráneo.


   La resistencia ha sido banalizada. Pobre de ella.

domingo, 25 de junio de 2017

Arbitraje fallido

  El estudiante de la segunda fila se levanta de la silla, se gira y mira impasible a la primera, donde unos ojos despiertos observan sus movimientos. Cruzan las miradas sin ningún propósito.  En los gigantescos ventanales se deslizan gotas. Sigue su rumbo y deja atrás todo aquello.

  La puerta corredera le deja paso y siente el impacto de la humedad exterior. Camina por una larga explanada de adoquines grises hasta llegar a la otra punta del recinto, pasando primero por una escalera faraónica, unos ascensores y, finalmente, el ansiado baño. Mientras tanto, en el interior, las cabezas de la primera fila siguen obstinadas sobre el papel. Por el ventanal se puede ver que ha amainado pero a nadie parece importarle.

  Acabado lo suyo, vuelve sobre sus pasos. Cuando llega a su mesa, permanece delante de ella sin sentarse.  Se le pasa algo por la cabeza y recoge sus libros y utensilios y los transporta hasta la primera mesa, situándose delante de Los Ojos.
Lo perciben; a todos les extraña, aunque rostros y gestos no delaten tales pensamientos. El nuevo inquilino deja caer su cabeza sobre el libro y duerme plácida y silenciosamente. Apaga su corazón y se deja llevar por los sueños. Dos Ojos reciben una patada propia del chute de un esférico. Ahora, alguien se queja de la pierna en voz baja, incluso, sollozando. Los otros Ojos se dan cuenta. Los Ojos Dolidos le dan un toque para despertarlo. Levanta la cabeza desubicado y responde a la insidiosa pregunta de ¿qué haces?:
- Sueño que he marcado el penalti decisivo de la final de la Champions. Cristiano Ronaldo me estaba abrazando y Ramos profería gritos impregnados de saliva sobre mi rostro.
Terminado el soliloquio, vuelve a descender. Los Ojos no llegan a comprender que ha pasado.


  Los afectados vuelven a casa con un moratón. El moratón se convierte en una lesión para toda la vida que le hará retirarse de su prometedora carrera futbolística. Su equipo falla el penalti en la final.

viernes, 19 de mayo de 2017

Danza en la lluvia s/ artilugio moderno que todo lo controla

- Me encanta. El abanico de posibilidades es... es... fascinante: las soledades encontradas, los constantes cuchillos que vuelan desde la sombra, relucientes cuchillos, el hipnótico deterioramiento de la retina ante la intensidad atrapada de veinte soles, las delicadas sinfonías carentes de cualquier atisbo de ingenio pero pegadizas, la bifurcación de las ideologías...
- Podrías callarte. No es algo tan profundo -interrumpió, lívidamente molesto.
- No es eso; soy yo. Crea un efecto demasiado evocador sobre mi debilidad pasional. Es un escarnio sobre mi intuición, o mejor... -nótese el absurdo pasaje que venía a continuación, silenciado.


Sin vacilar, sin aprensión alguna, requisó el valioso artilugio de las manos constrictoras, sudorosamente excitadas, y, sin pausa pero sin prisa, salió de la sala; una figura melancólica quedó solitariamente aprisionada en un cúmulo de emociones absurdas, extremas a la razón, con sus brazos colgando del cuerpo como queriendo desapresarse de esta condición inherente e inamovible. Por la ventana rugía una tempestad indomable, evocadora a tiempos de guerra, otros tiempos. A pesar de ello, el ladrón, atiborrado de pedantería, descendió las escaleras, abandonando la casa por la puerta principal. Instantes más tarde, se interpuso en aquella batalla meteorológica el desgarrador sonido de un proyectil, metálico, eléctrico, certero, eficaz, fatal. La casa vacía, la puerta entreabierta. Y luego, unos crujidos, una danza s/ un cuerpo abatido, inmóvil. La danza de la lluvia.

domingo, 14 de mayo de 2017

Las armas secretas y otros relatos [Julio Cortázar]

Las armas secretas y otros relatos es una recopilación de 9 cuentos de Julio Cortázar.

Como ya sabemos, Cortázar "El Experimentador" es un autor conocido por su intensidad a la hora de desdibujar los límites de la realidad y la ficción, y, esta compilación, es un buen ejemplo. No obstante, también encontramos relatos que no entran en estos parámetros.

Como no iba a ser menos -aunque esta vez lo podéis averiguar más o menos por las puntuaciones que he dejado a la derecha de los títulos-, voy a dejaros la lista de los que me han parecido más interesantes o gustado. Mis favoritos son:

  1. Las armas secretas
  2. La continuidad de los parques
  3. La isla a mediodía
  4. Casa tomada
  5. El río


A continuación, cada historia que contiene el libro con su correspondiente comentario según mis vagas opiniones:

Casa tomada (4/5)
Una pareja de hermanos viven en una casa de inquilinos peculiares. Esta historia breve dibuja una realidad invadida por elementos espectrales, que consiguen identificarse con la rutina de la pareja. ¿Eran los recuerdos o...?

El perseguidor (3,5/5)
Un escritor sigue los pasos de un artista de jazz con problemas mentales y de adicción para escribir su biografía.
Es la historia más larga de todo el  libro. Un retrato real sobre la diferencia entre arte y artista. Un poco soporífero. No es mi estilo.

Las armas secretas (5/5)
El amor, la obsesión, la locura, la posesión, una mente enferma. Esta es la mejor historia que he leído en mi vida. Me atrapó. Recuerda a Crimen y castigo por la narrativa psicológica, el punto de vista...

La continuidad de los parques (4,5/5)
Cuando las realidades se deforman y se solapan. Leer es una actividad tranquila hasta que te comprende. Magistral.

El río (4/5)
Un amor húmedo y ahogado. Bellísimo.

Axolotl (3,5/5)
Reflexiones al ver este curioso pez.

La señorita Cora (3,5/5)
Sencillamente, el hospedaje de un niño en el hospital. Súmale a ello cambios de narrador constantes sin previo aviso, injertados dinámicamente (y en primera persona). Un experimento muy interesante.

La isla a mediodía (4/5)
Sin duda, es una de las más importantes para mí por el énfasis añadido en las descripciones del entorno y como afecta al persona, las sutiles curiosidades de la isla... El final es bastante perturbador y consigue atraparte.

Queremos tanto a Glenda (3/5)
Otro relato obsesivo y perfeccionista, esta vez, sobre una actriz de cine y sus idólatras. Destaca la primera parte; en la segunda se pasa.


También leí otra edición de cuentos que contenía 3 que aún no había leído, además de los clásicos "Las armas secretras" y " El perseguidor"; son estos:

Cartas de mamá (2,5/5)
A un hijo le impacta un cambio importante percibido en una carta enviada por su madre, mientras lo sintetiza siguiendo su rutina, atendiendo a su pareja...

Los buenos servicios (3,5/5)
Sigue los pasos de una criada inocente y entrañable realizando sus rutinas mientras inhala la impersonalidad del lujo, la felicidad artificial, en una actitud suspicaz. Al final se vuelve curiosamente turbio pero sin llegar a un algo; todo se queda en casis y eso lo hace interesante. Algo parece que va a pasar pero nunca pasa. Ahí está la gracia.

Las babas del diablo (2,5/5)
Un fotografiador y sus víctimas. Un rollo voyeur mientras se ralla la cabeza, mientras se superponen planos y realidades... No le pillé la gracia.

viernes, 7 de abril de 2017

Del tamaño de una cabeza

               Llegaba tarde. Iba montado en el asiento de mi coche mientras la noche se difuminaba lentamente. Era el trayecto de siempre, el de todos los días. A pesar del incremento de luminosidad, no era suficiente para una persona con gafas, de vista cansada, con los ojos rojos y, en cierta manera, estresada. No era suficiente para distinguir aquello que cobraba forma cuando más cerca estaba. Después de una curva cerrada, comenzaba un tramo ascendente. Cuando había recorrido un cuarto de este, pude divisar que había algo en medio de la carretera. Al principio, parecía un grafiti, bidimensional, era algo totalmente borroso, casi parecía más producto de la imaginación que otra cosa; un poco más cerca parecía una gran hoja de colores otoñales, aunque los árboles cercanos fueran claramente de hoja perenne. A escasos 10 metros, me parecía un indefenso gatillo sentado, arropándose con la cola, pero no tenía en mente ninguna intención de parar pues pensé, despreocupadamente, que pasaría por debajo del coche sin problemas, que él mismo agacharía la cabecita; pensándolo ahora, seguramente lo más normal que hubiera pasado es que lo hubiera matado. No obstante, por suerte, no era ningún ser vivo. A escasos 3 metros -demasiado tarde- pude ver claramente de que se trataba de una roca que se había desprendido de una colina adjunta a la carretera. Desapareció delante del capó del vehículo y, por un segundo, sentí que todo mi alrededor se había volatilizado; sólo quedaba el coche en movimiento y yo, por una carretera asfaltada. Un segundo después, oí un estruendo horroroso, como si Godzilla hubiera desgarrado todo el vientre del vehículo. Sentí el impacto como un disparo. Inmediatamente reduje la marcha por si las ruedas o algo dejaban de obedecer; por suerte, todo continuo tranquilo, inmutable, como siempre. Pulsé los intermitentes y aparqué el coche al lado derecho de la carretera para comprobar que todo estuviera en su sitio: el morro del coche estaba como siempre; los bajos, como siempre. Era imposible que alguien ajeno hubiera podido adivinar que aquel Opel Astra del 95 se había comido un pedrusco del tamaño de una cabeza. No le di más importancia.

               Cuando llegué a casa al final del día, sentí el impacto de la piedra otra vez. Mi abuelo se encontraba convaleciente en la cama. Hablaba sin coherencia y, al parecer, sentía frío en zonas que al tacto parecían estar hirviendo. Era una persona, además, propensa a tener piedras en el hígado, aunque ya hacía tiempo que no le detectaban ninguna.

domingo, 29 de enero de 2017

Lo que espera un cowboy de la metafísica

    Dijo <<en quince minutos la tendrá>> aunque quisiera decir cuarenta. La demora resultó inocua para el individuo de sombrero de cowboy que estaba sentado sobre uno de los taburetes de la barra del restaurante.

-Aquí tiene -interrumpió educadamente la letárgica espera un empleado de aspecto afable que llevaba consigo una caja de cartón-. Perdone la espera -se disculpó.

El hombre, quebradas sus divagaciones extrasensoriales,  puso suma atención a la caja: la miraba con recelo, como si creyera que había venido flotando. Incluso pensaba que el propio contenido se habría cocinado a sí mismo. A todo esto se le sumaba esa mirada perdida que evidenciaba un estrabismo pronunciado. El empleado sentía que nada de lo que había dicho y hecho había sido percibido por aquel estrambótico individuo de sombrero de cowboy y de facciones derretidas. Se sentía tan fuera de lugar como el propio tipo, que más bien ni si quiera estaba allí.

    Poco tiempo después de estos acontecimientos desconcertantes, entregó la caja sobre la cerámica de la barra. Meticulosamente, el cliente, la colocó delante de sí y la abrió por completo. Exhalo un aroma inexistente intentando deleitarse cerrando los ojos. Luego, ejecutó unos insolentes dedazos sobre el queso fundido. Se recreaba en ello como un niño, mutilando condimentos con sus dedos raquíticos, dejando huella. De pronto paró. Su rostro se volvió más insípido e ambiguo. Parecía que su corazón se hubiera congelado. No lo sentía. El dependiente tampoco.

- Está fría. Callada como la nieve. Fría. Sólo fría -titubeo con palabras descompasadas.

- Podrías incluso hacer ángeles... de nieve.

- Y elevarme con ellos -sintió sus palabras como una verdadera epifanía.